El Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) define a la emoción como la “alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática”. En sí, “la palabra emoción no es un término que se haya usado siempre. Se comienza a utilizar de un modo general en la psicología del siglo XIX, sobre todo por William James y también por Charles Darwin. Anteriormente, los términos más comunes utilizados eran pasiones, sentimientos o afecciones” (Martínez y Segura, 2010, pág. 3). Fue hasta esa fecha que las emociones comenzaron a ser reconocidas como parte fundamental de cada persona, en sus ámbitos individual y, sobre todo, colectivo (Definición ABC, 2018, pár. 5). Desde ese entonces los estudiosos comenzaron a reconocer que las emociones son generadas por la interacción entre unos y otros. Y “los procesos, los determinantes y las consecuencias de las emociones se desarrollan en la interacción a través del lenguaje”, como lo plantea Belli (2009, pág. 16). El mismo autor refiere que las emociones se construyen mediante el lenguaje en una performance, que incluye palabras, gestos y emociones previas: “Las palabras están diseñadas para producir realmente emociones…”, que son sentidas, expresadas y generadas por cada persona de modo único (pág. 24). Por esto, el estudio de las emociones es harto complicado.