Necropolítica
Necropolítica
Esnaider Monterrosa   |    17 septiembre 2020  DOSSIER

Sumario

 

En este artículo se aborda la cuestión política de la autocracia capaz de anidar en las coyunturas catastróficas, desatando estados de excepción que no son otra cosa sino la suspensión del Estado de derecho.

 

Un virus nos toma por asalto, desprevenidos, nos sitia, nos adumbra, poniéndonos a pensar ante todo políticamente, más que sanitariamente. Un aspecto curioso de la total descoordinación de los investigadores en torno a la pandemia es que justamente el saber experto sobre un tema médico-científico no se pone de acuerdo, en lo esencial, sobre su tratamiento y sus maneras de contagio. Los mismos especialistas que impúdicamente conducen a las poblaciones a conductas paranoides son los mismos que les cuestionan ahora su injustificable paranoia. De aquí a la aspiración por añadir un leco más al clamor de que la Ilustración ha muerto no hay sino unos breves pasos. La coyuntura, que podría transformarse en la ortopedia estructural para abordar los estados de emergencia, no significa sino la erosión progresiva del sistema de los derechos, el cual, en la versión kantiana que, por ejemplo, Habermas ha adido, se suponía que podía trascender el severo cerco de las nacionalidades para así convertirse, al final, en una cosmociudadanía, en una ciudadanía del orbe entero, entendida políticamente como cosmopolitismo, cosmopolitismo que acarrea consigo el tipo de derecho denominado ius cosmopoliticum. Es justamente esta concepción ilustrada la que se encuentra en la picota en el seno de unos sistemas de gobierno (democráticos o no) que apuestan por un cercamiento (tecnología del control, en los términos de Foucault) de los individuos, así como de la institucionalidad que debería consagrar su libertad en un espacio público inclusivo, abierto incluso a las opiniones emitidas en torno (y en contra de) a la excepción. La tecnopolítica  inscrita  en  la excepción garantizaría la vida a las personas bajo el supuesto de un mayor control y vigilancia de sus movimientos, es más, bajo la suposición de que mientras menos movimientos, justificados y avalados institucionalmente, tanto mejor para la vida que debe ser mantenida. Pero el orgasmo biopolítico corre más allá de los escasos segundos que dura una pequeña muerte, para también establecer el criterio de demarcación apto para discernir qué vidas han de seguir sosteniéndose y qué vidas no. Al llegar a este punto, al de la decisión institucional sobre la vida y la muerte, ya no estamos sobre el discurso que permite a la vida ser simple vida (biopolítica), despachando de sí una noción de vida buena (eu zen), como diría el Estagirita, sino sobre unas líneas capaces de determinar el canon que reparte un extraño rendimiento político-sanitario, el de la muerte/vida. A esto se denomina “necropolítica” y sobre esto tratan las siguientes palabras.

 

  1. En el actual laboratorio biopolítico, las opciones son o el confinamiento a largo plazo (impracticable según los sacerdotes economicistas) o el aislamiento cada vez menos severo (que parece ser el único plausible en las condiciones de una pandemia de consecuencias globales, consecuencias que afectarán no solo la economía, sino las subjetividades, la producción de sentido, así como la relación con los demás). A largo plazo, el confinamiento conduce a la autodestrucción humana, ya no por obra y gracia del coronavirus, sino por la incapacidad de los ciudadanos de dar sustento a su propia vida, mientras que el aislamiento menos severo, pero regulado, pone en escena la virtud de los poderes autocráticos, dándoles la excusa adecuada para ejercer una mirada digital rigurosa, controladora y continua, semejante a una divinidad providente (en la peor de sus acepciones) que poco espacio deja a las capacidades humanas, fraguando fronteras por doquier, aminorando la libertad de movimiento de los ciudadanos y confinándolos de nuevo cuando sea el caso, es decir, cuando los picos virales aparezcan otra vez en el horizonte pandémico.

 

El virus chino sería la coartada de la supresión de los logros civilizatorios aparentemente más queridos de Occidente, en tanto que las autocracias, denodadamente, con una excusa sanitaria como fundamento, van tomando forma en el porvenir político a escala global, ya asediado por múltiples formas de política despolitizadora (perdónese la aparente contradictio in terminis), de una política que querría prescindir de la participación de los sujetos en los espacios de decisión colectiva. No estoy seguro de si podremos denominar “totalitarismo” a esta emergencia política que deriva de una emergencia sanitaria, pero, por un lado, los seres humanos se han mostrado dóciles ante la supresión de sus libertades individuales en nombre de la vida, mientras que el ojo político de ciertos pragmáticos advierten, no sin cinismo, que desde este momento es posible abrir por completo las puertas, los datos, la información sensible de las personas privadas. Panóptico una y otra vez capaz de desmontar el peligro que simplemente está al acecho. El ojo de Dios reaparece en su formato digital con la excusa de prevenir, detener, aminorar el efecto de la pandemia china o de cualquier otra pandemia. La urgencia sanitaria deviene, creo que sin demasiados rodeos, en la completa sanidad de la urgencia y de los medios para combatirla: legitimidad y legalidad se toman de la mano, ya que el estado de excepción se justifica por una situación calamitosa y los ciudadanos dan anuencia a la excepción que el texto constitucional consagra. Si ello significa la supresión del Estado de derecho, su conversión en el derecho prevalente del Estado, bienvenida la supresión, enhorabuena la conversión. Es decir, la conversión del Estado de derecho en un estado de excepción que, por lo que pinta, puede extenderse sine die.

 

La excepción del derecho habilita al Estado como el único soberano capaz de poner orden en el caos pandémico. Casi como un virus liberal fondomonetarista, aunque salido de un país cuyo predicado es el comunismo, la COVID-19 se encarga de, directa o indirectamente, administrar la muerte de fundamentalmente los improductivos, de los enfermos, de los orillados que no tienen dónde confinarse. Es como si el virus hubiese escuchado las preocupadas palabras de Lagarde, ex directora gerente del Fondo Monetario Internacional, en la cuales exponía la dificultad de ciertas economías europeas para seguir manteniendo los costes del Estado benefactor en el contexto de una población envejecida, viviendo de la renta del Estado, algo absurdo e insostenible en el tiempo, menos sostenible aún en el marco de una competencia global (in)civilizada. Ciertamente, la lectura de las preocupadas palabras de la señora Lagarde se debe hacer entrelíneas, más allá del campo de la economía, a la que adhiere con viscosa vehemencia. Si las personas ancianas ya están allí, si la población sigue envejeciendo, ¿qué habría que hacer con ellas y con la tasa indicadora del envejecimiento? ¿Importar inmigrantes que pocos desean en sus territorios nativos (“vayas donde vayas, vallas”[i], este es el motto que resume la condición nómada de la mayor parte de los inmigrantes, en especial, si son pobres), suprimir los derechos ganados históricamente y administrados por el Estado benefactor o, sencillamente, preparar eutanasias inadvertidas que se administrarían a partir de un cierto rango etario? Digámoslo con Agamben, pero también dentro de un sigilo confesional cristiano: “Nuestro prójimo ha sido abolido”[ii] , ha sido abolida la proximidad, la piel, la erótica de antaño, por ahora. En estos momentos nos espanta el cuerpo del otro, ese sitio donde ancla una patología tan contagiosa como oculta, debido a los enfermos asintomáticos (en semejante escenario, no habría espacio para componer No volveré, magistral en la voz de Chavela Vargas, ni Morir al lado de mi amor, magnífica en la de Demis Roussos). Entretanto, la des-somatización digital se encarga de rescatarnos de nuestro confinamiento, de una manera aséptica, desde luego, sin la amenaza biológica que el prójimo (que ya no lo es, prójimo) representa. Como el prójimo es (o puede ser) el vector que porta un enemigo particularmente contagioso, dejará de serlo, prójimo, o no lo será ya. Nuestra capacidad proxémica se ve, por lo tanto, comprometida, al no parar mientes en el otro y en su necesidad, en el otro clamando hacia el uno desde el desierto, portador del virus; se ha producido, por ende, “Un daño, irreparable en el peor de los casos, a nuestra capacidad afectiva hacia el prójimo”[iii] , se muere en soledad, lejos de los cercanos, se ama desde lejos, somáticamente lejos, a los amados.

 

El exceso de clausura o nos incita a un nostos hacia el otro, a una nostalgia por lo que hemos perdido en este confinamiento, o nos deja a las puertas de una inmunidad idiota, el yo abierto a sí mismo, pero escasamente al otro, como si no tuviese deudas sino consigo mismo. El repliegue ante lo social y el confinamiento hetero-auto-impuesto nos conduce a la “prisión blanda”[iv]  del hogar, espacio de reclusión epidémico, pero también de teletrabajo y de control de los cuerpos: solo en este repliegue de lo colectivo mantiene algo de vigencia la libertad somática (claro está, si se tiene hogar y las tecnologías de la comunicación se hallan disponibles). A juicio de Agamben, el miedo al contagio pandémico ha permitido la clausura de la sociabilidad tradicional (escuelas, universidades, centros culturales), sustituyéndosela por la asepsia digital:

 

[…] que las lecciones sólo se den en línea, que dejemos de reunirnos y hablar por  razones políticas o culturales y sólo intercambiemos mensajes digitales, que en la medida de lo posible las máquinas sustituyan todo contacto –todo contagio– entre los seres humanos[v].

 

 Para mantenerse dentro de un adecuado decoro, ciertos voceros prefieren no ser vistos como lacayos de una violencia secreta, adueñándose con sus palabras de una preocupación que quiere hacerse pasar por universal. Me recuerdan la relación entre poder espiritual y poder temporal: este debe encontrarse ad nutumsacerdotis, a disposición/discreción del poder sacerdotal, pues este debe mantener hierático decoro ante el derramamiento de sangre de infieles y herejes, derramamiento que estos mismos sancionan con sus díscolas conductas. Inmune, pues, ante lo que ese mismo poder propicia, como si él, el sacerdotium, no estuviese relacionado con el iusgladii, con el derecho de dar muerte (pena capital) a quienes se encuentran desafiando el control eclesial de los enunciados. Pero esto es Medioevo, en consecuencia, nosotros les quedamos lejos, muy lejos, y grandes, muy grandes, a esa historia marcada por la barbarie, como suelen afirmar los comunicadores sociales[vi] .

 

  1. Hoy, no hay que tomar tan poco en serio la sinopandemia como para predicar a favor de una falsa morbilidad, ni tan en serio como para no darse cuenta de que las consecuencias económicas, políticas y jurídicas tienden a salirse de madre, reconcentrándose una vez más en la solución aportada por el poder soberano, estatal y supraestatal, poderes dispuestos no solo a mantener aminorados los derechos de los inmigrantes, sino a recortar los derechos en general debido a la permanencia naturalizada de la excepción. Según Agamben, dado el agotado recurso al terrorismo como coartada para la excepción, entonces únicamente una pandemia que recordase las escenas postapocalípticas cinematográficas podría aportar:

 

[…] el pretexto ideal para extenderlas (las medidas excepcionales) más allá de todos los límites. El otro factor, no menos inquietante, es el estado de miedo que evidentemente se ha extendido en los últimos años en las conciencias de los individuos y que se traduce en una necesidad real de estados de pánico colectivo, a los que la epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal. Así, en un círculo vicioso perverso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerla[vii].

 

Contra Agamben: esos gobiernos satisfacen muy malamente el deseo de seguridad, pues las torpezas cometidas por los expertos en epidemias han sido estrepitosas, por no hablar del populismo en acción en plena situación de contagio. Ciertamente, da la impresión de que el pánico suscitado por el terrorismo ha menguado progresivamente en la conciencia de los ciudadanos, con lo cual un nuevo pánico, global y simultáneo, precisamente más temible la situación porque es global y simultánea, capaz de rebasar fronteras y experticias, incuba el pretexto de la excepción, aún más incuba la legitimidad de la excepción, puesto que el sujeto-objeto del pánico se entrega con notoria anuencia a la pérdida de sus propios derechos.

 

La trama biopolítica se encuentra en pleno desarrollo, aunque me resisto a coincidir con Agamben de que se trata de la invención de una pandemia, sino de la explotación del temor que aflora de ella, no solo mientras dure, sino más allá de ella, en la proliferación descontrolada de medidas excepcionales que ya saben de la docilidad irredenta de los sujetos. El laboratorio del pánico rinde sus frutos en el saber político que surge de él. Vacaciones sin resort, sin hoteles, desposeídos de posadas marinas, confinados obligadamente a estar con nosotros mismos, sin más remedio que con nosotros mismos, si acaso comprando, los más privilegiados, baratijas a través de plataformas digitales, no sabemos cómo saldremos de esta o si, simplemente, volveremos a las andadas. Volveremos a las andadas, por un lado, opinamos nosotros, pero regidos y sancionados más que antes mediante dispositivos tecnológicos que no nos dejarán ni al sol ni a la sombra. Me parece que vamos por la senda de un proceso creciente de control tecno-autoritario, porque todavía no me atrevo a decir tecno-totalitario perfecto, como si no hubiese rendijas que deconstruyeran la perfección tecnológica y la producción subjetiva que se consagrará bajo los nuevos controles biométricos.

 

Indica Berardi que:

 

Podríamos salir […] bajo las condiciones de un estado tecno-totalitario perfecto. En el libro Black Earth, Timothy Snyder explica que no hay mejor condición para la formación de regímenes totalitarios que las situaciones de emergencia extrema, donde la supervivencia de todos está en juego[viii].

 

 La pandemia se simultanea con el pánico, la excepción y el control cada vez más acendrado de individuos y comunidades a través del pequeño ojo de los ordenadores y de los celulares, de los millones de cámaras que rastrean identidades aparentemente anónimas, de los datos biométricos que ya no pueden pertenecer solo al individuo de que en cada caso se trate. La calamidad pública, es más que evidente, no admite arcanos privados. En el ínterin, las autocracias orientales sabrán vender otro producto más de sus ingenios de desechos, este tal vez el producto menos desechable de todos, porque acarrea la posibilidad de un dominio y mando permanente, mediante policías pneumáticos, a través de la red digital que cubre al planeta casi por entero. Habrá, pues, un anaquel con un producto infalible, pandémicamente publicitado, el de la vigilancia ubicua de los ciudadanos (los cuales, por supuesto, ya no entran en el catálogo de la ciudadanía, pues esta involucra un conjunto de autonomías que las emergencias están autorizadas a extirpar, momentánea o totalmente, para salvar el cuerpo social). De modo que:

 

China podrá vender ahora su Estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia. China exhibirá la superioridad de su sistema aún con más orgullo. Y tras la pandemia, el capitalismo continuará aún con más pujanza. Y los turistas seguirán pisoteando el planeta. El virus no puede reemplazar a la razón. Es posible que incluso nos llegue además a Occidente el Estado policial digital al estilo chino[ix].

 

Volveremos a las andadas, vacunados en contra de la unidad, siendo reverenciales con la separación: ¿qué/quién es el otro?, un enemigo. Pero ello, desde luego, no favorece la creación de ningún tipo de sujeto colectivo, pero sí reestructura subjetividades, más proclives ahora para que el pactumsocietatis se parezca cada vez más a un hobbesianismo perfecto, como afirmara Rousseau, es decir, a un pactumsubiectionis, a un pacto de sumisión. Ingenuo no es Hobbes al pensar la necesidad absoluta de la vis coactiva en la vida de los hombres, aunque esta mande ante todo in foro externo, no in foro interno, porque no es el resultado de una autocoacción moral a la cual el (los) individuo(s) no puede(n) negarse. Según Hobbes, aquí vamos siguiendo en esta idea a Bobbio, pactos sin espada no son sino palabras, ineficaces para proteger a los hombres. Solamente el monopolio de la violencia puede salvar de la dispersión anómica, de la inter-agresión humana, del incumplimiento de los pactos en los que los seres humanos se prometen algo, se comprometen para algo. La eficacia del lema pacta suntservandase encuentra exclusivamente en una vis coactiva monopolizada por el príncipe (el Estado)[x]. El iuscoactivum (en el límite este coincide con el iusgladii) se encuentra al servicio de una paz social que se va asemejando a la paz de los camposantos, puesto que la libertad de movimientos de los individuos que se han dado esa clase de Estado, ese tipo de príncipe, están muy limitados, como lo están la libertad negativa, la de disenso, la de opinión, la de rebelión y, en el extremo de esta, el tiranicidio: sobre el poder soberano no manda nada ni nadie, tampoco la libertad de conciencia, menos aún, las enseñanzas rebeldes de ciertas doctrinas eclesiásticas.

 

  • Denunciada ha sido la violencia adscrita al contrato ominoso del esquema hobbesiano. Rousseau ha alertado sobre la condición según la cual la limitación del estado de naturaleza encuentra su correspondencia con la pérdida completa de libertad de los individuos que se alienan a la violencia reguladora del Leviatán, sin recuperar jamás su soberanía, salvo si el papel fundamental del monstruo se pierde en la disolución del Estado por causa de una guerra civil (Behemoth) que devuelve a la sociedad al estado de naturaleza. El pacto infausto tiene que ser suplantado por un pacto atravesado por la justicia, como también por una moralidad que, descartando la ominosidad contractual, proponga un tipo de acuerdo en el cual cada quien obtenga más de lo que da al conceder, jamás por entero, su propia soberanía. En el pacto hobbesiano, parafraseando a Rousseau, se corre tras las cadenas creyendo que ellas son la libertad (realiter, el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres dice así: “Todos corrieron al encuentro de sus cadenas, creyendo asegurar su libertad”). Es decir, el pacto ominoso, tal vez la sociedad civil ya constituida del tiempo de Hobbes, representa mejor el estado de naturaleza que las imágenes etéreas de una región salvaje situada más allá del océano (América). Justo es ese tipo de status civilis, muy parecido a un status naturae, lo que ha de ser sustituido en un pacto que llamaremos “republicano”. El quid de este modelo estriba en que se propone un contrato social según el cual ningún ciudadano ha de ser tan opulento que pueda comprar a otros y ninguno tan pobre que se obligue a venderse. La cláusula de la alienatio no es irreversible en el plano político-jurídico, impidiendo ella misma la alienatio en el ámbito socio-económico. La idea es estar sometido a sí mismo, a un yo común (moicommun, asamblea de ciudadanos que se autolegisla), no a una persona que rija el Estado, ni a un homo artificialis[xi] que surja de un convenio pacificador. La voluntad general cumplirá este papel (no entraré aquí en las muy complicadas consideraciones acerca del autoritarismo que guarda en sí semejante noción), anulando la sumisión a un príncipe, un soberano, o cualquiera que sea la forma de gobierno decidida. Si la sumisión al príncipe es abolida en la forma de un pacto republicano, entonces ya no existe translatioimperii, sino concessioimperii, esto es, alienación parcial de los propios derechos naturales, que son concedidos a un poder soberano llamado “voluntad general”. Esta se encuentra en las antípodas del sujeto burgués (bourgeois), tratando de esta guisa mantener Rousseau la supremacía del ciudadano (citoyen) en su modelo político, creador de leyes y mandatos sobre la vida en común, en última instancia, mandatos y leyes que se da a sí mismo. Si hay poder soberano, este se encuentra sin lugar a duda en la voluntad general, asamblea de ciudadanos, sobre la cual no puede mandar la voluntad del ejecutivo.

 

Rousseau nos anuncia una república en la que, a la misma vez, cada ciudadano manda y obedece[xii]: la ley es su ley, producto de su autonomía legisladora, fruto de una deliberación colectiva; cuando la obedece no hace sino obedecerse a sí mismo, expulsando entonces de la vida pública el nexo violento entre dominio y ley. Si la ley no proviene de fuera de quienes la obedecen, entonces el ginebrino ha logrado consolidar lo impensable, que el pactumunionis no se identifique, como sucede en Hobbes, con un pactumsubiectionis, sino que el pactumsocietatis-pactumunionis represente un tipo de acuerdo según el cual la asociación propia del status civilis se desacople de la violencia del dominio[xiii]. Si se da sumisión en el modelo rousseauniano, si algo así existe, existe cimentándose en la libertad. Parafraseando a Cassirer, podemos afirmar que aquí la comunidad se entrega a la auto-obediencia, sumisión que eleva la libertad natural a un estatus superior, ya que aquella permite al individuo recibir lo que entrega, pero también más de lo que entrega, porque en este proceso se produce una cualificación moral de lo que antes era mera naturaleza (indiferencia, egoísmo pasivo en vez de activo, como era propio de la antropología hobbesiana), constituyéndose una voluntad autónoma, dentro de una comunidad de fines, que auspicia el tránsito desde una indépendencenaturelle, regida por un fajo de impulsos y pasiones sensibles, hasta la formulación de un sujeto jurídico que obra colectivamente[xiv] .

 

El modelo hobbesiano, salvatissalvandis, se conjuga con la siguiente afirmación de Agamben:

 

Uno diría que los hombres ya no creen en nada, excepto en la desnuda existencia biológica que debe salvarse a toda costa. Pero solo una tiranía puede fundarse en el miedo a perder la vida, solo el monstruoso Leviatán con su espada desenvainada[xv].

 

 La Ilustración habermasiana acampa, por el contrario, en la noción de autolegislación que Kant y Rousseau le han transmitido. De allí que la soberanía popular signifique autogobierno, en otras palabras, un proceso, con palabras de Michelman, “iurisgenerativo”[xvi] de los ciudadanos que deliberan pública y colectivamente a la luz de la razón. Por consiguiente, en lugar del pactumsubiectionis, implícito sin remedio en el pactumunionis hobbesiano, aparece el contrato social legitimado en forma de una autolegislación democrática. La dominación política pierde el carácter de una violencia natural: de la auctoritas del poder del Estado había de eliminarse todo residuo de violentia[xvii], ya que sería la autoridad (moral-racional) la que produce las leyes, no el poder a secas, no el poder efectivamente existente: auctoritas, non potestas, facitlegem, et non e converso. Pero si la fragmentación pandémica triunfa sobre el sentido edificado colectivamente, si la excepción alimenta la fragmentación, es obvio que las mónadas biológicas obtendrán como valor máximo el de la preservación de la propia vida personal, en un conatus fundamentalmente individual, sin la reflexión colectiva sobre qué es una vida buena, sobre qué es una política integradora, acerca de qué es un universalismo sensible a las diferencias. Menos aún pensarán en el cosmopolitismo de los DD.HH. y de su vigencia allende los límites de los Estados nacionales en la forma del iuscosmopoliticum. Solo nos quedaría defender (vaya ironía en la época en la cual los DD.HH. deben proteger sin medias tintas a las personas) la nuda vida, lo único propio que nos queda. Estamos varados, paralizados, hemipléjicos, entre dos violencias, la del Leviatán, que restringe los derechos, y la anunciada en Beemoth, que, por su parte, legitima la supresión jurídica. La ecuación de la felicidad (équation du bonheur)parece provenir derechamente de la ideología neoliberal que nos invita pérfidamente a abandonar cualquier voluntad de cambio sociopolítico, retirándonos en una ciudadela interior a fin de encontrar las claves del bienestar (semble provenir en droiteligne de l’idéologienéolibérale et invite perfidement à abandonnertoutevolonté de changementsociopolitiquepour se retirerdans une “citadelleintérieure”, afin de trouver en soi-même les clés du bien-être[xviii]).Abandono de la voluntad de cambio, abandono de las normas autoproducidas, adecuación a lo real, a la voluntad poco deliberativa, pero muy emotiva, de las mayorías. ¿Y del sujeto qué queda? ¿Y qué, del sujeto ilustrado?  La misma pandemia es una buena ayuda para colocarnos por detrás del sujeto de la tradición ilustrada: ideas, pocas; si las hay, están totalmente descoordinadas. El escenario global, que reclamaría un sujeto global, no lo encuentra, por ahora, en ninguna parte. La fractio panis encuentra solamente individuos aislados, no la gramática eucarística de una comunidad uncida al cuerpo de un Dios.

Notas

 

[1] DE LUCAS, J. “Negar la política, negar sus sujetos y derechos (Las políticas migratorias y de asilo como emblemas de la necropolitica)”. En: CEFD. Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, (36), 2017. https://doi.org/10.7203/CEFD.36.11217

 

[1] AGAMBEN, G., (2020): “Contagio”. En: VV.AA., Sopa de Wuhan. Pensamiento contemporáneo en tiempos de pandemias, s.l., ASPO. P. 33.

 

[1] YÁÑEZ, G. “Fragilidad y tiranía (humana) en tiempos de pandemia”. En: VV.AA., p. 141.

 

 

[1]PRECIADO, P. “Aprendiendo del virus”. En: VV.AA.,p. 179.

 

[1]Agamben, “Contagio”. Ob. cit.

 

[1]“Si el poder depende siempre de un estrecho control sobre los cuerpos, las nuevas tecnologías de destrucción no se ven tan afectadas por el hecho de inscribir los cuerpos en el interior de aparatos disciplinarios como por inscribirlos, llegado el momento, en el orden de la economía máxima, representado hoy por la ‘masacre’”. A. Mbembe, Necropolítica. Seguido de Sobre el gobierno privado indirecto, Melusina. 2011, p. 63.

 

[1]AGAMBEN, G., “La invención de una epidemia”. En: VV.AA., p. 19. Paréntesis añadidos.

 

[1]BERARDI, F. “Crónica de la psicodeflación”. En: VV.AA., p. 51.

 

[1]Byung-ChunHal, “La emergencia viral y el mundo de mañana”. En: VV.AA., p. 110.

 

[1]Cfr. N. Bobbio y M. Bovero (1986): Sociedad y Estado en la filosofía moderna, México. FCE. P. 174.

 

[1] GOLDSMITH, M. (1988): Thomas Hobbes o la política como ciencia. México, FCE. P. 61.

 

[1]Cfr. J. Fernández Santillán (1996): Hobbes y Rousseau: Entre la autocracia y la democracia, México, FCE. Pp. 90-94.

 

[1]Cfr. Ibid., pp. 130-134.

 

[1]Cfr. E. Cassirer (1981): La filosofía de la Ilustración, 3ª ed., México, FCE. P. 289.

 

[1]AGAMBEN, G. “Reflexiones sobre la peste”. En: VV.AA., p. 137.

 

[1]HABERMAS, J. (2005): Facticidad y validez, 4ª. ed. Madrid: Trotta. P. 348.

 

[1]Cfr.Ibid., p. 624.

 

[1]GUIEN, J., “Qu’est-ce que l’obsolescence?”. En: La Vie des idées, 24 mars 2020. http://www.laviedesidees.fr/Qu-est-ce-que-l-obsolescence.html

Mario Di Giacomo

Venezolano. Dr. en Filosofía. Profesor de Filosofía Medieval y Filosofía Política en la Escuela de Filosofía, en la Maestría de Filosofía de la UCAB y en el ITER, e investigador del CIFH-UCAB. Actualmente (2019-2020)es docente-investigador en el ISFODOSU (República Dominicana).