Para clasificar casos como el mío he inventado una categoría sociológica que ofrezco gratuitamente a todo el que quiera usarla, la de «generación cero», donde cabrían todos quienes, aún jóvenes, pasan a vivir a otro país sobre la base de una decisión de emigrar no tomada por ellos sino por sus familiares, superiores, etc. Sobran estudios referidos al comportamientos de la primera generación nacida de padres inmigrantes, su frecuente rechazo de los valores familiares y su afán ansioso y mimético de ser percibidos como un local -quien comenzó a bregar la independencia de la Nueva España, pero claro, era un mestizo, fue el mismísimo hijo de… Hernán Cortés. Estimo intuitivamente, faltaría comprobarlo, que la «generación cero» es anómala respecto de la primera generación, queda atrapada en un limbo que cada quien vive a su manera, como un medio purgatorio o un medio paraíso, una esquizofrenia o una riqueza. Traducido a primera persona: creo haber vivido con normalidad mi limbo, nunca sentí la necesidad de ponerme liquiliqui ni tampoco de refouler o, por el contrario, de alardear de mi juventud italiana. Inscribí en el Colegio Agustín Codazzi a mis primeros cuatro hijos para asegurarles el dominio de un segundo idioma cercano, pese a que desde octubre de 1948 llevaba una vida de inmersión total en lo venezolano. Me nacionalicé en 1955, tuve dos esposas venezolanas y me fui a doctorar a Francia por ofrecerme un ambiente docente e intelectual más interesante que el italiano, pero quise que mis hijos pasaran un año sabático en Florencia. Por haber escogido carreras científicas o por otras razones, todos ellos terminaron finalmente, ironías de la vida, por hacer sus postgrados en Estados Unidos y en Inglaterra. Hace once años perdí un hijo mayor, de una enfermedad incurable. Una crueldad casi insoportable, prefiero no hablar de eso, él me está leyendo. Drama aparte, soy un padre y un abuelo realizado y satisfecho. Mis cuatro hijos y mis cinco nietos son gente no problem, sólida, exitosa y sensata, de todos ellos estoy orgulloso. Cuando mi primera nieta violinista, su abuelo paterno fue Marcos Falcón Briceño, me toca una partita de Bach, siento que la vida, pese a todo, ha sido bien generosa conmigo.