De la UCV me cabe decir públicamente que fue para mí el alma mater, la madre generosa en todo el sentido de la palabra. Me dio, no solo una envidiable formación filosófica, sino también una beca estudiantil de OBE de ciento ochenta bolívares mensuales en momentos de vacas flacas para mi familia; luego, una ayuda que me permitió doctorarme en París, una vida profesional en ella, dos años sabáticos y un Doctorado honoris causa, facilitándome además, en 1974, la realización de un sueño: la creación del primer Instituto latinoamericano de Investigaciones de la Comunicación, el Ininco. Durante el primer año y medio de la carrera recibí clases en San Francisco, algo que también deja huella. Las veces que me ha tocado ir a alguna de las Academias hoy allí hospedadas, paso solapadamente delante de las que fueran mis aulas, y le juro que vuelvo a oír las voces de Crema hablando de asociacionismo o de García Bacca comentando El Banquete. Eran los años que precedieron la explosión educativa, en toda América Latina no había más que doscientos veinte mil estudiantes universitarios, cuando hoy Venezuela tiene 750 mil y la sola UNAM de México más de millón y medio. Luego, vino la Ciudad Universitaria donde fui Preparador desde 1953 de Gastón Diehl, un alsaciano al que mucho debe la historia del arte nacional, y establecí sólidos nexos de trabajo y amistad con El hecho comunicante –hoy lo sabemos con cierta claridad– es la relación ontológica fundamental sin la cual ningún plexo social puede constituirse: sin saber del otro no hay sociabilidad, ni habría perfeccionado el cerebro una de sus cuatro funciones capitales, la de producir lenguajes. 179 HABLEMOS comunica ción ÍNDICE 187-188 Juan Nuño, Eduardo Vásquez, Ernesto Mayz Vallenilla, Germán Carrera, Alberto Rosales, Pedro Duno y Federico Riú, sobre todo con este último. Con un grupito de los citados sacamos, en los 60, Crítica Contemporánea, una revista que dejó cierta huella y del diseño de cuya portada fui autor. Luego, el trabajo, a partir de la huelga de 1952, como periodista deportivo, ¡qué le parece! y la amistad con Sergio Antillano, un señor de la prensa –en su alma más profunda él era un gran crítico de arte–, que me transmitió un fuerte y educado amor por el periodismo. Vivía en el hotel Klindt, Llaguno a Cuartel Viejo: diez bolívares diarios la pensión completa. Incontables domingos bajé derecho al teatro Municipal –no era infrecuente cruzarse con el maestro Sojo, blanco, bigotudo y perennemente vestido de negro–, a escuchar música. Sin Incibas ni Conac, todo lo más granado del universo musical, digo todo, pasó en aquellos años por la Caracas de Fantasías dominicales: Furthwangler, Bahaus, Ella Fitzgerald, Klemperer, Duke Ellington… Alguien nos tendrá que explicar cómo en aquel país con presupuestos de cuatrocientos millones de dólares anuales –hoy son de treinta mil millones– había más alegría, mejor calidad de vida y más confianza en el futuro que ahora. Vi tumbar el Majestic y, a la vuelta de la esquina, cómo los bulldozer de Pérez Jiménez destripaban esa modesta pero admirable joyita de la arquitectura civil colonial que fue el Colegio Chávez. Me gradué en 1955 y me fui dos años a París, ya con una hija de ocho meses.