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La telenovela coreana y Hallyu

El modo en que las telenovelas coreanas mezclan la nostalgia por los viejos valores, las ideas de una nueva era y el contenido de un sin número de influencias culturales ha demostrado tener gancho para los televidentes en Corea y en el exterior. 

Chung Ah-young traducción de Alí E. Rondón

La telenovela coreana

El Hallyu, vocablo que literalmente significa ola coreana, apareció por primera vez en China a mediados de los años 90 cuando periodistas de Beijing acuñaron la expresión para describir la creciente popularidad de la cultura y espectáculos coreanos. Como referencia directa entonces a la apreciación del producto cultural coreano se incorporó al habla coloquial en 2003 gracias a Sonata de invierno (Gyeoul Yeonga), dramático protagonizado por el ahora icónico Bae Yong-joon, que tuvo respuesta masiva al salir al aire por la televisión japonesa. Añádase a esto que Hallyu fue una especie de exageración en cuanto a lo que realmente estaba ocurriendo. A pesar de la llamativa imagen con millares de japonesas cincuentonas enloquecidas de alegría frente a Yonsama (así bautizaron a Bae sus fanáticas niponas), la aceptación de las telenovelas coreanas se reducía a muy pocos programas.

Pero si nos adelantamos hasta 2011, lo que fuera considerado en principio como fenómeno estrictamente asiático exhibe el aplomo necesario para abarcar al mundo exterior. Muchas de las telenovelas producidas en los últimos años por los tres grandes canales de Corea –KBS, MBC y SBS– están llegando hoy a todos los rincones del globo, desde Japón y China a Norteamérica, Europa, el Medio Oriente y África. Las superestrellas de la pantalla chica coreana están ahora bajo reflectores asiáticos y casi todas las locaciones exteriores que aparecen en las novelas se han convertido en destino turístico para incontables fans llegados del extranjero.

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Erradas creencias

El poder, sostiene Moisés Naím, se ha tornado cada vez más fácil de obtener para muchos más… y, cada vez, más difícil de retener. Esto es solo parte de lo que Naím quiere significar con su concepto de decadencia del poder. Tal concepto es la nuez de su libro El fin del poder

Ibsen Martínez

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Desde su aparición, en marzo de 2013, he leído dos veces el libro de Moisés Naím, El fin del poder (Editorial Debate). En nuestra remota, ruidosa provincia de la mezquindad intelectual, no he leído ninguna reseña del mismo. Comparto hoy solo un fragmento de la mía, larga y enjundiosa, destinada a un medio extranjero. Se refiere a dos creencias, elevadas al hace tiempo rango de sabiduría convencional, que intentan explicar y a menudo zanjar toda discusión sobre cualquier fenómeno social o político actualmente digno de ser explicado.

La primera de ellas postula que la irrupción de Internet en nuestras vidas explica por sí sola muchos

de los cambios en las relaciones de poder que han experimentado la política y el mundo de los negocios a nivel mundial. Así, muchos ven el mismo fenómeno en la llamada primavera árabe y en la resiliencia de las protestas callejeras que sacudieron a Venezuela desde comienzos de febrero pasado y les atribuyen a ambos, exclusivamente, un efecto de Twitter imposible de anticipar ni por los expertos, ni por Osni Mubarak, mucho menos por los brutales equipos antimotines de la Guardia Nacional venezolana o los homicidas paramilitares motociclistas del chavismo. Twitter, y en general, la Internet, concebidas como anti poder.

La otra idea recibida que anima casi toda la conversación pública contemporánea global, derrama atención sobre los nuevos jugadores que suben o bajan en el ascensor de la Historia. En efecto, hacer notar el declinar de Europa ante la emergencia de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y los otros se ha convertido, afirma Naím, en un gran juego de salón, quizá el predilecto de los analistas internacionales, profesionales y aficionados por igual, ya sea para celebrar el declive de los EE.UU., por ejemplo, censurar los matones modales de Rusia o las trapacerías comerciales y financieras chinas. Ambas ideas son distracciones fijaciones, las llama Naím, sumamente descaminadoras.

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¿Es necesario regular las redes sociales?

Análisis que parte de declaraciones que dieran la fiscal general de la República y el presidente Nicolás Maduro. Ambos coincidieron en que es necesario regular el uso de las llamadas redes sociales ante campañas de desprestigio contra el Gobierno, y porque además generan zozobra en la ciudadanía.

Marianne Díaz Hernández 

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1. Para empezar, imaginemos juntos

Un día cualquiera, en un país ficticio que podríamos llamar Arstotzka, se cometió un homicidio en una plaza pública. En respuesta al horror y al rechazo de la población, el presidente decidió promulgar una ley restringiendo el libre tránsito de los ciudadanos por las plazas públicas, al considerar que la ausencia de regulaciones específicas respecto al uso y comportamiento de las personas en las plazas públicas era el origen de este espantoso e injustificable crimen. Entretanto, la persona que presuntamente había cometido el delito, había sido detenida por homicidio y puesta a la orden de las autoridades competentes, de acuerdo con lo contemplado en el Código Penal de Arstotzka, vigente desde hacía más de sesenta años.


En días pasados, tanto la fiscal general de la República como el presidente Nicolás Maduro han expresado su opinión con respecto a lo que denominan la necesidad de regular el uso de las redes sociales, declaraciones que tienen su origen en la presunta actuación de una ciudadana que habría recibido dinero a cambio de difundir falsamente en redes sociales el inexistente secuestro de su hijo. El uso de las redes sociales, según la fiscal general, para generar zozobra y lanzar campañas de desprestigio contra el Gobierno debe ser contenido. Se utilizan los términos guerra sucia y campaña psicológica para expresar el supuesto peligro que las redes sociales representan para la llamada paz pública.

2. No decimos IRL: decimos AFK

Con frecuencia, la creación de nuevas normativas para el ámbito digital pasa por la consideración de que este entorno constituye un mundo distinto, separado de la vida real y que, por tanto, de alguna manera escapa a la regulación ordinaria. Si bien existen aspectos y conductas específicas en las que se hace cada vez más difícil aplicar por analogía leyes preexistentes (digamos, por ejemplo, el acceso indebido a la información privada de otra persona sin su autorización de manera remota), en la gran mayoría de los casos la conducta considerada ilícita no sufre ninguna variación porque en su comisión se haya utilizado Internet.

Es un principio reconocido internacionalmente que los derechos que tenemos off-line son los mismos derechos que tenemos on-line. En consecuencia, en la gran mayoría de los casos la creación de legislación nueva, específica al ámbito digital, es un desperdicio de tiempo y dinero, cuando bastaría con aplicar las leyes que ya existen para los mismos casos. Esto, no obstante, también significa que las limitaciones a la actuación del Estado, por ejemplo, las limitaciones a restricciones a la libertad de expresión, que han sido establecidas hace muchos años– aplican de manera idéntica a las actuaciones del Estado en Internet.

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