AUTOR: Jesús María Aguirre
Hay quien hace de la técnica un monstruo,
hay quien adora a la cámara como si se tratase
de una diosa, ¡no!
La cámara es ese objeto que sirve para escribir.
Encuentro absurdo a un escritor capaz de adorar
su pluma o un pintor adorador de su pincel.
Lo esencial es esa cultura, casi renacentista desde
el punto de vista de la época, la vivencia del mundo,
la capacidad de escudriñar, desmenuzar. Eso es lo esencial
Margot Benacerraf
A propósito del 60 aniversario del triunfo, en el Festival de Cannes, del documental Araya, la Universidad Católica Andrés Bello realizó el pasado 14 de junio un cineforo de esta película, en el cual estuvo presente como panelista la realizadora del film, una de las figuras más destacadas del cine venezolano: Margot Benacerraf.
¿Qué puedo decirles que no se haya dicho de Margot? Es sin duda la más reconocida y homenajeada de nuestras cineastas. Nadie ha acaparado tanto la atención en nuestra historia cinematográfica en estos 121 años, y me aventuro a decir que de ningún cineasta venezolano se han escrito más páginas de reseñas, análisis y críticas, salvo de Román Chalbaud, que últimamente ha contado con la parafernalia publicitaria y propagandística de una revolución en entredicho.
Por otra parte, un documental hermoso con el título de Madame Cinema (2018) con características de biopic del promisorio cineasta Jonathan Reverón ha recuperado la memoria de la trayectoria vital de nuestra homenajeada, como creadora y como organizadora.
Así que la forma más elegante de salir de este entuerto, querida Margot, sin plagiarme de Cahiers de Cinema, Sight and Sound, Cine Cubano o Cine al día, es hablar de lo que ha supuesto su quehacer fílmico para mí, y para no copiar al director de Madame Cinema, voy a dirigirme a ud. como Margot Cinema.
Cuando Ud. incursionó en el Institut des Hautes Études Cinematographiques (IDHEC) y vivía inmersa en el ambiente renovador de la generación de la “nouvelle vague” en París –François Truffaut, Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Éric Rohmer o Claude Chabrol, Agnes Varda…–, yo no era sino un joven aficionado al cine. Mi adicción cinematográfica estaba por encima del promedio y mi mejor manera de ver cine gratis y de calidad era el de convertirme en organizador de cineforos en el bachillerato, siguiendo la tradición francesa iniciada por Delluc y proseguida con ahínco por uno de sus máximos impulsores, Henry Langlois, fundador a su vez de la prestigiosa Cinémathèque française. Así fue como adquirí una cultura cinematográfica precoz, que se interesaba no solamente por las luminarias de Hollywood, sino por las corrientes vigorosas del neorrealismo italiano, la nueva ola francesa, y posteriormente del incipiente cinema novo brasileño.
En esa confluencia artística, y en el mismo proceso de consolidación de la Nouvelle Vague se realiza el XII Festival de Cannes de 1959, donde el filme Orfeo Negro, de Camus, se alza con la Palma de Oro. Los demás ganadores fueron: Truffaut, con el premio a la dirección por su película Los 400 golpes y Buñuel laureado por Nazarín, como mejor película internacional. En esta conjunción excepcional del séptimo arte resalta la película Araya, al ser reconocida con el Premio de la Crítica Internacional FIPRESCI junto con Hiroshima mon amour de Resnais.
Ya la película Los 400 golpes pasó rápidamente a los circuitos cineclubistas y a las salas de arte y ensayo en toda Europa; incluso recuerdo que la película de Truffaut fue clasificada como no apta para menores de 18 años, y tuve que recurrir al argumento de la función orientadora de los foros y al coeficiente intelectual de los participantes para traspasar las fronteras de la censura en favor de los jóvenes. Sin embargo, nunca supimos de la película de Margot, sea porque el denso amargor del mensaje no la hacía apetitosa para los mercaderes del cine, o sea porque no tenía los atractivos espectaculares de Orfeo Negro con una historia de Romeo y Julieta cariocas, escenificada en pleno carnaval de Río Janeiro. Pero, por primera vez, una directora latinoamericana incursionaba en ese festival internacional, copado por figuras como Fellini, Buñuel, Bergman, Visconti.
Venezuela tuvo que esperar dieciocho años para ofrecer el filme Araya a sus ciudadanos, y mientras unos catalogaban la película como representativa de la nueva ola venezolana y otros como un documental de crítica social, la crítica externa nos dictaba la lectura prefijada de una película venezolana desconocida para su público natural.
Recuerdo que la primera vez que vi Araya en la Cinemateca de Caracas tuve similares sensaciones a la visión de Juana de Arco de Dreyer en la Cinemateca de París. Como quien asiste a un acto sacramental, me dispuse devocionalmente a la apreciación de una obra de arte con su aura, como diría Walter Benjamín, de objeto sublime. No me defraudó, me sorprendió su vigencia a pesar del tiempo y, por otra parte, su carácter de obra abierta me obligó a otras lecturas posteriores enriquecidas por una historia del cine contextualizada. Quisiera comentarles el descubrimiento de nuevas conexiones, por las sucesivas relecturas del filme.
La disputa sobre la primera documentalista latinoamericana
Una de las connotadas investigadoras del cine venezolano, Ambretta Marrosu, en su ensayo sobre Cine e ideología (1985), se pregunta quién puede ser considerado como maestro fundador del documental latinoamericano y responde que Fernando Birri, quien con sus alumnos de la Escuela Documental de Santa Fe filmó la película Tire dié entre 1958 y 1960. Se trata de un “cine encuesta, que, a diferencia de Araya, pretende ayudar a la formación de la conciencia social por medio de la crítica social […], llamando a la práctica”. Si aplicamos estos criterios a la denominación de un documental, difícilmente entrarían las producciones de Flaherty en el género por ser más antropológicas que sociales.
La misma historiadora considera que ese reconocimiento a Birri es indiscutible por cuanto “no podrán hacerlo, ciertamente, ni la venezolana Margot Benacerraf con su contemplativo ‘Araya’, ni el brasileño Alberto Cavalcanti con el exotizante ´Canto do mar’”, por cuanto, –interpreto yo–, su filtro de lente filomarxista, no le permite ver una llamada a la praxis revolucionaria. La precomprensión sociologizante marca el estilo de crítica cinematográfica.
Para mí, Margot Cinema es la primera documentalista latinoamericana, y aun sin entrar en disputas cronológicas, pues su Reverón data de 1952 , la mejor documentalista de esa década inicial. Creo que una mirada postestructuralista, basada en las funciones estéticas de la obra de arte al decir de Murakosky –o poéticas diría Jakobson–, hacen de Araya un documental, en que la función referencial queda teñida de un fuerte halo estético, sin desfigurar la realidad primaria, ni obviar la investigación antropológica rigurosa sobre las pautas de la vida cotidiana.
Triple mirada
El objetivo de la cámara de Margot se centra en indagar una realidad recóndita del país, un pueblo sumido en la sobrevivencia frente al mar en una península desertizada. Nos descubre “otro lugar”, al que el país ha dado la espalda. Esta mirada, sin discursos revolucionarios sobre la alienación es sumamente crítica e impactante.
Además, la visión de la larga duración –la longue durée– nos es revelada por el guión que recorre la época dorada de las minas de sal, su decadencia y la transformación industrial. Dos siglos de historia condensados en unas imágenes que rememoran el trabajo esclavo, la sumisión al ritmo de la naturaleza marina y el salto a la tecnología moderna.
La empatía con el “otro” es otra de la característica del filme. Sin juicios denigradores ni en la imagen, ni el guión sobre los sujetos, manifiesta una mirada comprensiva y amorosa de su condición existencial, de su dignidad y de los resortes que animan la sobrevivencia, sea por la vía mágico-religiosa o la emotivo-utópica. El tratamiento estético, el ritmo visual, y el tono del narrador José Ignacio Cabrujas, inducen una relación de acercamiento caluroso a los personajes. Nos hacen amar esa Venezuela de paisaje incógnito, de figuras anónimas, de existencias recónditas. No se trata de una visión en que la implicación con una ideología revolucionaria, se sobrepone a los rostros concretos y obvia la percepción de su belleza.
El documental Barravento del brasileño Glauber Rocha, filmado dos años después, en un entorno también marino de Bahía destaca, al contrario de Araya, por su crítica feroz a la religiosidad “trágica y fatalista”, realizada desde una mirada ilustradamente externa sobre unos personajes alienados. El emblemático autor del Cinema Novo Brasileño, se muestra incluso más radical que Anselmo Duarte en el filme O pagador de promesas (1962), considerada la obra inaugural de ese movimiento.
Aunque nunca se habló de nuevo cine venezolano hasta la década del 80, Margot Cinema se anticipó a muchos de los logros que se atribuyen al cine liberación latinoamericano y, en general, del cine tercermundista. La ubicación del relato fuera de los escenarios pseudofolklóricos en tierra casi incógnita, la incorporación de personajes desconocidos y comunes de la vida, las tomas al aire libre en su mayor parte fuera de espacios cerrados o de estudio, la incorporación expresionista del paisaje, los montajes rítmicos de las tareas laborales, el tratamiento coral de los movimientos actorales, demuestran que si bien Araya no entró en el círculo de los influenciadores del cine latinoamericano de los 70 y 80, se adelantó –diría excesivamente– a su tiempo, y no gozó de los favores de los guardianes ideológicos del cine revolucionario, enquistados en el Festival de Cine de La Habana. La prédica de un “cine imperfecto” chocaba demasiado con el ideal perfeccionista de Margot Cinema y en esta perspectiva dinámica se entiende la afirmación de Eric Romer de que “en el cine, el clasicismo no está detrás sino adelante”.
Un canon de clásicos venezolanos en 121 años
En un ejercicio académico sobre las condiciones que permiten considerar a una obra clásica y digna de ser conservada en el tiempo, descubro las siguientes: valor estético, presencia en diccionarios o enciclopedias, éxito societal simultáneo o posterior, influencia en su campo artístico y trascendencia temporal.
Nuestra creadora y guionista comienza por ser la única venezolana que aparece en el Dictionnaire des cinéastes del historiador cinematográfico Georges Sadoul y su película Araya también está entre los mejores documentales del mundo del Pequeño Larouse, Dictionnaire du Cinéma escrito por el historiador Jean Mitry.
Por todo ello, considero que Araya es la película venezolana que merece ocupar el primer lugar del ranking nacional de historia del cine.
Tengo que reconocer que mi armazón intelectual para investigar temas comunicacionales se la debo al profesor Antonio Pasquali, pero mi mirada audiovisual, la actitud semántica ante la imagen, y la honradez cinematográfica se las debo a Ud., y espero que otros muchos como yo compartan este sentimiento de gratitud y reconocimiento a Margot Cinema dentro y fuera de la UCAB.