Víctor Hugo Irazábal en esta serie, elaborada para el aniversario de la revista Comunicación, ha vuelto a obras y conceptos trabajados en diferentes momentos: Amalivaca (1994), Sakedi (1997), Oni Oni (2001), Frágil (2016) y Tieztos (2018). Algo aparentemente usual en un artista dado a la experimentación y con una conciencia lúcida del valor del proceso en el arte. Su trabajo ha tenido la particularidad de permanecer abierto a la experiencia del taller y hallarse constantemente increpado por las ideas de un maestro curioso, insatisfecho y explorador. Sin embargo, ¿qué significa volver específicamente aquí?
José Ortega y Gasset en su ensayo La deshumanización del arte expone que el poeta romántico quería ser sobre todo “humano”. Contrariamente, los jóvenes poetas de principio de siglo XX comenzaron a diferenciar la vida de la poesía. El humano ya no fue el centro del arte sino la última frontera antes de entrar en lo poético. Uno de los asuntos más interesantes de ese cambio ha sido la evaporación del rostro del hombre en el aire de las palabras del poema. La consistencia de la “identidad” cedió ante la fugacidad de los signos. Y en esa levedad de las palabras y el aire, propio de la incipiente contemporaneidad, aconteció finamente la “huida de la persona humana” de la literatura y el arte. Pero, ¿qué se escapó junto a ella? El “tema”, nos dirá el filósofo. Y es eso, justamente, un dilema fundamental en las imágenes que nos ocupan.
Una obra sostenida por el tema y la centralidad humana es un trabajo cerrado sobre alguna categoría de la historia, la sociología o la ciencia entre otras. Volver, en esa obra, supone recordar, hacerle preguntas a una presencia ausente.
En la actualidad posthumana, tal presencia es apenas un fantasma. Uno de los tantos espectros dados a deambular por la obra, una de las corrientes de aire dejadas por los rostros desaparecidos cuando el artista abandonó al hombre. Volver, en el trabajo de Irazábal es regresar al instante de la ausencia, de la huida. Reencontrar aquello donde la voz de lo humano era apenas un murmullo: la selva. Esta le reveló en su encuentro que en la naturaleza
todo se corresponde. El cosmos está en el firmamento y en el cuerpo, en las piedras, en los árboles, en los ríos, en los rituales de los shapori (1), en las abrasiones sufridas por la materia en constante transformación, en los animales, en los signos y en los shabonos (2).
Que esa vuelta del artista a obras de hace unos años esté mediada por lo digital nos dice algo más, algo muy importante. En la experiencia de las poéticas contemporáneas no hay, tampoco, universos distintos para los átomos y los bits. Así como en la selva los espíritus conviven con la materia pues la existencia es una totalidad, lo digital no es un añadido a las imágenes sino algo que se revela en ellas: la experiencia del proceso, lo inacabado, el movimiento, el hacerse infinito del arte. Algo anteriormente encerrado en el límite de la materia física, hoy extendido en la vibración electrónica de la inmaterialidad “virtual”. La obra digital expuesta aquí no es más que un impulso novedoso de esa huida interminable de la persona humana y sus fantasmas, un deslizamiento de la energía “procesual” del taller al software y un guiño a las honestas palabras de Ortega y Gasset cuando acepta que al arte actual lo distingue “la imposibilidad de volver atrás”.