Venezuela: una sociedad que debuta en el nomadismo
Venezuela: una sociedad que debuta en el nomadismo

 Elías Pino Iturrieta

 

SUMARIO

 

El historiador Elías Pino explica en un repaso breve, pero sustancioso, que los venezolanos no habíamos sido un pueblo de emigrantes, ni siquiera en los peores momentos de nuestra historia. Hoy, sin embargo, debutamos como sociedad nómada por obra de la revolución bolivariana. 

 

Si hay algo de revolucionario en la historia de Venezuela, es decir, un suceso inédito que modifica una sensibilidad compartida y la hace diversa en relación con hechos establecidos en el pasado, lo encontramos en la dispersión obligada y masiva de sus habitantes que debemos al régimen chavista. Se trata de una conmoción insólita, si se relaciona con sucesos anteriores; de un fenómeno capaz de establecer diferencias de entidad con la vida de nuestros antepasados, desde la formación del estado nacional, y con los hábitos de los afortunados que se resisten  a la diáspora. Jamás había experimentado la sociedad un movimiento compulsivo de núcleos poblacionales  susceptible de transformarla de veras.

 

Durante la colonia no se da el fenómeno de los itinerarios que conducen a amplios sectores a abandonar los espacios que después conformarían la república. No hay motivos que obliguen a salir del territorio durante trescientos años de administración monárquica, para que los miembros de la colectividad apuntalen unas rutinas homogéneas que sufrirán las conmociones de la guerra de Independencia sin la necesidad de hacer maletas para salvar la vida y las propiedades. El paisaje ofrece rincones de sobrevivencia, aun cuando la ferocidad de los combates llame a hacer maletas. Las hacen sectores minúsculos, como medio centenar de hijos de españoles cuando Bolívar dicta la Proclama de Guerra a Muerte, y apenas docenas de capitanes insurgentes entre 1812 y 1815, sin que las mayorías sientan la incitación de escaparse para prolongar la existencia. Algo parecido sucede después de la formación del estado nacional, a partir de 1830, cuando las disputas de los caudillos y las guerras civiles no son tan desoladoras como para salir en estampida. Durante la guerra Federal, la más cruel y prolongada de las escabechinas domésticas, solo emigran los capitanes cuando no tienen más remedio, pero vuelven cuando  les sopla buen viento.

 

Después de la destrucción de Colombia, entre nosotros se da un fenómeno de encierros comarcales que determina un tipo de pasar en enclaustramiento difícil de superar. No solo nos quedamos dentro de los linderos del mapa nacional, sino también en prisiones regionales que forman un mosaico incomunicado que solo se supera en el siglo XX. Somos entonces venezolanos en sentido nominal, porque la vida esta signada por la incomunicación terrestre y fluvial que impide los nexos entre las provincias, no solo desde el punto de vista político sino también en el vital punto de la creación y la distribución de la riqueza. Estamos así ante una muralla que no solo impide los vínculos con el exterior. Llega al extremo de fraguar rutinas que solo en ocasiones excepcionales abandona los espacios circundantes. Se llama la atención sobre esta peculiaridad para que el lector pueda calcular la magnitud de la mudanza producida por el éxodo de nuestros días, si la quiere medir  en toda su profundidad.

 

Pero para una visión profunda solo basta mirar el contorno opulento del siglo XX, cuando la riqueza petrolera no solo acaba con la fragmentación doméstica: invita a grandes masas del exterior a vivir entre nosotros. Sucede así un hecho de arraigada estabilidad al cual se une la compañía de factores sociales del exterior que aclimatan una convivencia cada vez más manejable, pero también placentera, o tranquila, que determina un tipo especial de satisfacción capaz de marcarnos en sentido colectivo. ¿No sentimos, en medio de la riqueza proveniente de la naturaleza, nacidos y crecidos en una cuna de petróleo y de metales preciosos, que formamos un conjunto de seres excepcionales a quienes el destino  ha concedido  todo lo que merecemos por el hecho único y exclusivo de ser venezolanos? Si Cristóbal Colón dijo en un colosal extravío que había topado en Venezuela con el Paraíso Terrenal, los portentos materiales del futuro confirmaban una versión susceptible de crear un tipo de protagonismo que descendería a los infiernos gracias a las obras de una dictadura inepta y corrupta.

 

Conviene reflexionar sobre cómo nos hemos sentido los venezolanos formados en un teatro de tales características, frente a las penurias de los  vecindarios y ante conmociones lejanas que apreciábamos desde la lejanía, que no tocaban la piel de una colectividad cobijada en la opulencia y en la tranquilidad. La idea de ser excepcionales y superiores debió meterse en nuestro pellejo, una sensación de singularidad nacida y alimentada en el mito, pero también en las facilidades de la vida, ha sido capaz de impedir el acceso a las herramientas necesarias para el viajante que debe iniciar una inesperada e indeseable travesía en el desierto. ¿Pueden ser emigrantes los seres más apegados a su espacio desde tiempo inmemorial? ¿La emigración no es, en nuestro caso, lo más parecido a una caída cruel del pedestal, al cobro de una cuenta que no sabremos pagar sino después de que pase mucho tiempo? Las criaturas del paraíso no están hechas para las limitaciones de una peregrinación forzada e inesperada, para sentir que, aunque no podían ni siquiera imaginarlo, pagarían el oscuro trance de los desplazados de los países pobres, o de los perseguidos por el simple hecho de ser distintos. 

 

 

De todo lo cual se desprende la tragedia inédita de ser nómadas a la fuerza cuando nos creíamos predestinados a un merecido sedentarismo, o cuando veíamos desde la altura del hombro el paso de unas peregrinaciones que nos parecían impropias de las sociedades tocadas por la mano de un destino pródigo e inacabable. Cuando el chavismo clausuró la fantasía de ese destino también nos cercenó la sensación de ser hijos predilectos y legítimos del edén y nos condenó a un periplo para cuyos desafíos no estábamos preparados.

 

De la estabilidad al salto de mata, de los paisajes seguros por disposición de las costumbres a unos teatros que nos desconocen y desprecian;  de bajar de un sopetón la penosa escalera que nos lleva de la cumbre que creíamos justificada y apropiada  a la oscuridad o a la medianía de la vida de otros géneros humanos que juzgábamos como inferiores, especialmente si se trataba de representantes de las  sociedades más cercanas y desafortunadas que nos visitaban por necesidad, y a quienes solo podíamos ofrecer ubicaciones marginales,  tal es la ruta del purgatorio  que estamos estrenando, y para  cuyo fin no solo se necesitarán plegarias prolijas sino también, en especial,  una enmienda de la conducta que no parece de accesible adquisición.

 

Pero que será obligatoria, gracias al debut venezolano como sociedad nómada que debemos a la revolución “bolivariana”, aunque seguramente otras limitaciones intrínsecas y otros vicios domésticos no la hubieran dejado para un porvenir lejano.

 

Elías Pino Iturrieta

Doctor en Historia por el Colegio de México. Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia. Profesor titular de la UCV y de la UCAB. Fue decano de la Facultad de Humanidades y Educación de la UCV. Actualmente es presidente de la Fundación para la Cultura Urbana.