Raisa Urribarri
SUMARIO
Se trata de una reseña, referida muy especialmente a Venezuela, acerca del ciclo de análisis de la libertad de expresión e información en el entorno digital. El artículo tiene que ver con la publicación del informe Libertad en la Red que cumple un poco más de una década. La síntesis que nos ofrece la articulista nos dice que en Venezuela las libertades en el entorno digital se han venido coartando de forma progresiva y sin pausa. Allí están los informes que se han producido desde 2011 hasta 2021 como muestra de esa afirmación.
Este año, con la publicación del informe Freedom on the Net 2021 (Libertad en la Red, en español) de la organización Freedom House, se cumple un ciclo importante, de un poco más de una década, durante el cual se analiza la situación de la libertad de expresión e información en el entorno digital a escala global. Este trabajo, de rigurosa documentación, comenzó en el año 2009 con una pequeña prueba piloto de quince países, que actualmente se extiende a setenta. En el 2010 no se publicó, pero se inició la que ha sido, durante esta segunda década del siglo XXI, la investigación más sistemática sobre este asunto.
Hablamos de una década porque, aunque haya once informes publicados (2011-2021), el trabajo de levantar los indicadores para dar cuenta de la situación comienza en junio de cada año y finaliza con el mes de mayo. La totalidad de los reportes, entonces, demarca el estudio de diez años completos. El caso venezolano es analizado desde el año 2011, así que la lectura del conjunto nos permite examinar y vislumbrar algunas tendencias.
Antes de hacerlo, es necesario explicar que este reporte se construye a través del análisis de tres categorías, que en el informe se clasifican en A, B y C. La categoría A se refiere a las limitaciones que presentan las personas para acceder a Internet. Se observa la ocurrencia de los apagones (shutdowns), totales y parciales de conectividad, pero también –en el caso venezolano– de las interrupciones debido a las fallas eléctricas; asimismo, se consideran los porcentajes de penetración, que pueden subir, bajar, o estar mal distribuidos territorialmente (brecha digital), entre otros indicadores. La categoría B tiene que ver con los obstáculos para la difusión de información; esto es, las prácticas de bloqueos de medios y plataformas, la remoción de contenidos y las campañas de desinformación, entre otros eventos. La categoría C examina los hechos que, de acuerdo con los estándares internacionales, se consideran violatorios de los derechos humanos (DD.HH.), como la vigilancia de las comunicaciones privadas y las detenciones sin que medien órdenes judiciales, los ataques deliberados a plataformas digitales, entre otros hechos.
El trabajo de organizaciones defensoras de los DD.HH., de activistas, periodistas e investigadores nos ha facilitado la documentación, año tras año, de lo que ha ocurrido en el país. La lectura transversal de los once informes, al cabo de 2021, nos permite presentar el balance apretado de una década.
¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha transcurrido? ¿Qué se puede esperar?
Una década cuesta abajo
Venezuela ha venido decayendo sin parar en las tres categorías que analiza el informe. De ser un país relativamente libre, en 2011, las restricciones fueron escalando hasta que en el año 2017 fue considerado un país sin libertad en el entorno digital, calificación que todavía persiste. Hubo un año en el cual la categoría referente a los contenidos mejoró un punto, y no porque no haya habido restricciones, sino porque fue el periodo durante el cual un notable grupo de periodistas venezolanos comenzó a fundar medios independientes para burlar la censura aplicada por el Gobierno mediante operaciones de cierre, compra o manipulación de la línea informativa de los grandes medios.
Durante esta década se produjeron algunos hitos importantes que, situados dentro de un escenario, cobran sentido. De acuerdo con nuestro análisis, el telón se abre tres años antes, en mayo de 2007, con el cierre de uno de los medios emblemáticos del país, Radio Caracas Televisión (RCTV), fundado en 1953, medida que había sido anunciada cinco meses antes por el entonces presidente de la República —en un acto público, rodeado del cuerpo militar —, luego de ser reelecto para un nuevo periodo. Un mes más tarde, en enero, el jefe del Estado anuncia la renacionalización de la empresa más importante de telecomunicaciones del país, la Compañía Nacional de Teléfonos de Venezuela (Cantv), que también se concreta en mayo. La acusaba de facilitar el espionaje de su gobierno. No mencionaremos otros hechos de importancia, apuntamos solamente estos dos para construir una escena temporal que cierra con la expropiación de la sede física del diario El Nacional, fundado en 1943, y que desde 2018, por restricciones para la compra de papel periódico impuesta por órganos gubernamentales, solo se publicaba en formato digital. Es dentro de este arco, de cierre de y control de medios, donde transcurren las restricciones a la comunicación digital en Venezuela.
Partamos, entonces, del inicio de la década: 2010. Apenas despuntando el año, en marzo, el entonces presidente de la República declaró en un acto público que Internet no podía ser “[…] una cosa libre donde la gente diga lo que quiera” , persuadido de que era allí, al ciberespacio, donde una disidencia política desvalida de medios para expresarse, había recalado. De seguidas, en abril, el entonces Presidente crea una cuenta en Twitter porque, subrayó, esta “[…] es una trinchera de combate que está trayendo una corriente de conspiración”. Esa zanja se ha ido abonando con dinero público destinado a campañas de desinformación y de propaganda, pero también a sostener portales paraestatales con el objetivo de estigmatizar medios y periodistas, manipular las conversaciones en línea, y fomentar la autocensura mediante amenazas y acoso a periodistas y activistas.
En cuanto a los bloqueos, que hoy son frecuentes y de diversa naturaleza, fue ese mismo año, durante el cual se llevaron a cabo elecciones parlamentarias, cuando comenzaron a ejecutarse para censurar publicaciones incómodas, como ciertos blogs, a través de los cuales se articulaban grupos de opinión y ciberactivistas. Tres años después ocurre lo que llamaremos un hito mayor, que aún no se ha repetido, y fue –en palabras del entonces vicepresidente de la República–, la “suspensión momentánea de Internet” que duró varios minutos. El contexto de esta “suspensión” no deja lugar sino a suspicacias: se produjo mientras se contaban los votos de las elecciones presidenciales de ese año, cuyos resultados aun hoy se cuestionan. Según ese vocero, la “suspensión” se produjo supuestamente para proteger de un hackeo externo a la web del Consejo Nacional Electoral. Por cierto, ese mismo año el gobierno premió a la seguidora 4 millones del entonces presidente con una vivienda .
Pero volvamos al año 2010 para poner el foco sobre otro hilo de restricciones: el que se ha venido tejiendo a través de instrumentos legales. A finales de ese año, antes de que se venciera el periodo legislativo en el cual el partido de gobierno perdía la mayoría calificada para sancionar o modificar leyes de carácter orgánico, se modificaron dos leyes fundamentales para el sector. La reforma de La Ley de Telecomunicaciones reestablece el carácter de interés público a las actividades de telecomunicaciones, por lo cual pasan a ser controladas por el Estado, y –además– se incluye a los contenidos dentro de sus potestades sancionatorias. La otra ley objeto de reformas fue la de Responsabilidad Social en Radio y Televisión, promulgada en 2004 y de carácter muy restrictivo, para incluir en ella a los medios electrónicos. El ente encargado de regular el sector, la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (Conatel), se ha caracterizado por ser un organismo carente de independencia, que responde directamente al Ejecutivo. Este ha venido siendo adscrito a distintas dependencias (incluso a la vicepresidencia de la República) hasta llegar a depender, finalmente, del Ministerio de Comunicación e Información .
Este cuerpo normativo se ha ido abultando con decretos, disposiciones administrativas, y resoluciones, hasta llegar a la aplicación de la Ley contra el odio, en 2017 . Decimos de entrada aplicación, y no promulgación, pues su misma legitimidad está cuestionada, dado que fue obra de la Asamblea Nacional Constituyente, un ente constituido de espaldas a lo dispuesto por la Constitución con el propósito de desconocer los actos legislativos de la Asamblea Nacional electa en diciembre de 2015, en la cual la alianza opositora obtuvo la mayoría calificada.
No obstante, la facción política que administra el Estado, gracias a que controla todos los órganos del poder público, del que no escapa el Judicial, ha venido aplicando esa ley y violando sistemáticamente derechos fundamentales de los usuarios. Los ataques a la libertad de expresión en el entorno digital comenzaron con hostigamientos a través de redes sociales (RRSS) y ataques informáticos, como el hackeo de cuentas de correo y RRSS. El rango de las agresiones fue empeorando progresivamente hasta llegar a las detenciones arbitrarias, los secuestros y desapariciones forzosas; los encarcelamientos y las torturas, como lo recogen informes emanados de la oficina de la alta comisionada para los DD.HH. de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Durante esta década también se han registrado algunas excarcelaciones, pero casi todas con medidas cautelares que penden como guillotinas sobre el cuello de las víctimas . Los dictámenes judiciales, inclusive, prohíben a las víctimas y a sus abogados hablar públicamente de estos casos.
Todo esto ha sucedido en ausencia de Estado de derecho y en un contexto de inseguridad jurídica. El control cambiario, con tarifas de Internet controladas artificialmente, hizo que las inversiones en telecomunicaciones dejaran de ser rentables . La infraestructura decayó sensiblemente hasta llegar a ser prácticamente no operativa. La Cantv, nacionalizada, pasó de ser una empresa que cotizaba en la bolsa de Nueva York, a un cascarón que no es capaz de brindarle a sus usuarios conexiones estables, sin interrupciones, y de mínima calidad. Conatel, que debería mantener un anuario estadístico actualizado, luego de presentar cifras manipuladas y con retardo, simplemente dejó de hacerlo.
Durante 2020 y 2021, en medio de una dolarización desordenada conveniente al poder, y de una hiperinflación que parece no tener techo ni fin (en noviembre de 2021 el fenómeno completó cuatro años), se constata una realidad sumamente dolorosa: la división entre quienes tienen acceso a divisas para pagar conexiones y equipos y quienes no. Hay nuevos proveedores de Internet que ofrecen conexiones y velocidades de primer mundo, pero muy pocos venezolanos las pueden pagar. Y en cuanto a los dispositivos, basta con decir que para comprar un celular de gama media, de unos US$ 400, hacen falta ochenta salarios mínimos: calculado en divisas, el salario mínimo en Venezuela no llega a los cinco dólares mensuales.
En medio de la pobreza generalizada, que según la última Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) abarca casi al 95 % de la población, el 74 % de los venezolanos se encuentra registrado en el Sistema Patria (SP) para recibir bonos o ayudas sociales. Esta estructura, diseñada para el control social, opera como un mecanismo de extracción de datos personales que, en ausencia de una ley que los proteja, impide a la ciudadanía saber dónde y cómo se conservan y, sobre todo, con qué fines se usan. Lo cierto es que, en periodos críticos como los electorales , altos funcionarios declaran que no existen datos privados, lo cual resulta –o se hace con el propósito deliberado– en una situación que genera temor. Desde su creación en 2017, con el llamado Carné de la Patria, al SP se le han venido agregando prestaciones y vinculando dispositivos para la captura biométrica de datos, como las captahuellas, asociadas al principal banco del país, el estatal Banco de Venezuela. Este año, el SP se asoció con el plan de vacunación contra la COVID-19, la compra de gasolina a precios controlados, el pago del servicio de electricidad, la recarga de la telefonía celular, y hasta con el salario de maestros y profesores universitarios.
¿Qué esperar en el futuro?
Este resumen apretado nos permite ver que en Venezuela las libertades en el entorno digital se han venido coartando de forma progresiva y sin pausa. El acceso se ha ido estrechando de forma deliberada, pero si se logra pasar esa barrera, entonces los ciudadanos se consiguen con contenidos bloqueados, o con un espacio digital contaminado por la propaganda. Si a pesar de estos obstáculos las personas insisten en informar, o en informarse, se impone la represión abierta, o encubierta a través de agentes paraestatales.
No tenemos una bola de cristal que nos permita predecir el futuro, pero lo que sí parece estar claro es que los medios digitales y los periodistas que los dirigen están en la mira. En 2007 parecía impensable un ecosistema mediático yermo, sin grandes cabeceras. Esa es la realidad hoy. No existen medios masivos con una agenda informativa plural. La única luz que asoma en este negro panorama es la que proviene de un conjunto de iniciativas digitales que luchan por sobrevivir en medio de un contexto cada vez más hostil. Algunos periodistas ya han tenido que irse al exilio producto de persecuciones y, aunque siguen trabajando desde el exterior, siguen siendo objeto de intimidación y de campañas de desprestigio.
En los años 80-90 del siglo pasado las iniciativas de comunicación alternativa surgían en las comunidades venezolanas para dar cuenta de lo que el sistema mediático, público y privado, no informaba, pero incluso este sector, el de los medios comunitarios , resultó cooptado en esta década. Hoy estas nuevas iniciativas de medios digitales nos devuelven a aquellos tiempos de abrir caminos, pero –como aquellas– estas propuestas son demasiado frágiles, con poco alcance real dentro de la población, aunque hagan un trabajo extraordinario, merecedor de los más importantes galardones internacionales de periodismo.
La muestra más evidente del cerco que atenaza a los medios digitales venezolanos es la emergencia de proyectos periodísticos muy singulares, de tipo analógico . Estos, si bien se nutren de la información que producen los medios digitales, vuelcan esos contenidos en papelógrafos, o los vocean cuerpo a cuerpo, en espacios comunitarios. Como sabemos, este tipo de apuestas pequeñas, aunque de enorme significación, no son fácilmente replicables. Pero valdría la pena pensar en cómo potenciarlas, en cómo experimentar con nuevas fórmulas y alianzas para abrir y alimentar los espacios de comunicación ciudadana, analógica o digital, lo cual no sería otra cosa que, desde el periodismo, contribuir con el fortalecimiento del tejido social, revalorizando la información local con vocación de escucha y de servicio.
Raisa Urribarri
Periodista y profesora emérita de la Universidad de Los Andes. Autora de los reportes FOTN (2011-2021) correspondientes a Venezuela.