Humberto Jaimes Quero
SUMARIO
Las innovaciones científico-tecnológicas ofrecen la posibilidad de modificar el cuerpo humano en aras de optimizar al Homo sapiens y prolongar su vida. Bajo esa promesa, se esperan seres mejorados a través de órganos sintéticos, implantes, dispositivos apoyados con inteligencia artificial e inventos que constituyen un nuevo desafío para una sociedad dividida entre personas corrientes, que tienen acceso a estos avances, y personas marginadas de estas atractivas ofertas. También se espera una mayor presencia de cíborgs, robots y otras creaciones que anuncian una nueva diversidad de actores propios de una compleja coexistencia. Estas circunstancias afectarán al binomio democracia y comunicación. ¿Habrá comunicación entre actores mejorados y no mejoradas especies? ¿Aceptará el ser humano que otros sean los protagonistas? ¿Cómo se tomarán las decisiones? ¿Cómo repercutirán estas desigualdades en la democracia y la comunicación?.
El mundo enfrenta una nueva realidad: innovaciones científico-tecnológicas que probablemente van a desplazar al Homo sapiens en diferentes ámbitos de la historia y la sociedad. En este orden ideas, el transhumanismo y el poshumanismo vaticinan la alteración y superación del cuerpo humano para dar origen a variantes naturales, artificiales y mixtas, por así denominarlas, que darán un aire distinto a la vida. Estos cambios, desde luego, incidirán en la comunicación y la democracia.
Ferrando (2021) percibe que estamos ante una posible ruptura en el devenir.
El posthumanismo se abre radicalmente a la alteridad y a las extensiones de la diversidad y por tanto reflexiona sobre las encarnaciones humanas alternativas. Más ampliamente: ¿evolucionará el Homo sapiens en una serie de subespecies, como predice Warwick? Esta pregunta da lugar a conjeturas. En un futuro próximo, algunas personas podrían emigrar a planetas distintos a la Tierra; debido a la adaptación, generación tras generación su ADN podría mutar. Otros humanos podrían fusionarse radicalmente con la tecnología y las máquinas, y sus descendientes evolucionarán con rasgos específicos y, en última instancia, se convertirán en lo que se ha llamado Homo cyberneticus. (Ferrando, 2021: 46)
En este contexto, la democracia y la comunicación no podrán circunscribirse solo a la existencia del hombre como especie dominante, tendrán que abrirse a otros actores que serán parte de la sociedad. Sin embargo, no debemos olvidar que la propia experiencia histórica ha demostrado que el Homo sapiens no siempre aceptó la diversidad social como una opción legítima cuando había que coexistir con actores percibidos como una seria competencia o una amenaza para su supervivencia y su supremacía. Es la historia de las milenarias luchas entre pueblos y grupos de diferente origen étnico, lingüístico, nacional y “racial”.
En el mundo actual sigue siendo difícil la aceptación de la diversidad humana en sociedades que se autodefinen como democráticas. Esto repercute en el ecosistema comunicacional, donde no todos los grupos humanos tienen las mismas oportunidades de tener visibilidad, expresarse, informarse e intercambiar opiniones para la toma decisiones que influyen en la totalidad de las personas.
Para la Unesco, por ejemplo, el tema de la diversidad social en la comunicación está muy ligado al ejercicio de la democracia, de manera que si no hay esta variedad en los medios, estamos ante una democracia limitada. En otras palabras, en la medida que los medios de comunicación reflejan la presencia de diversidad podemos hablar de una sociedad democrática, dado que todos los grupos sociales pueden expresarse, informarse, gozar de visibilidad, participar en la toma de decisiones y ser tomados en cuenta (Unesco, 2008).
En la perspectiva de esta organización, la diversidad se manifiesta en aspectos lingüísticos, culturales, étnicos, religiosos, “raciales”, entre otros, y ese abanico de acentos no debería ser silenciado, invisibilizado, subrepresentado ni menospreciado. De hecho, la Unesco propuso un conjunto de indicadores a partir de los cuales puede corroborarse en qué medida la sociedad y su ecosistema mediático hacen realidad la democracia entendida como ejercicio de diversidad en la comunicación. Algunos de estos indicadores son los siguientes: la presencia de contenidos referidos a cada uno de estos grupos; la participación de periodistas, ejecutivos y demás profesionales que representan a todos estos grupos; y la existencia de medios que son administrados por tales sectores (Ibidem: 35-36).
En Estados Unidos, por ejemplo, la industria de la comunicación cada día da más importancia a la diversidad aunque sigue asociándola a criterios étnicos y “raciales”, que conforman algunas de las categorías de mayor aceptación en los ámbitos oficiales, académicos, la prensa y la industria de la comunicación. La sociedad es vista como un gran mosaico de grupos con características específicas, cada uno de los cuales tiene un peso específico en la demografía poblacional. Nos referimos a afroamericanos, hispanos, asiático-americanos, aborígenes americanos, entre otros, que a su vez pueden ser subdivididos en función de determinados rasgos. En este orden de ideas, la democracia norteamericana se materializa en la medida que estos grupos gozan plenamente de sus derechos y son iguales en el acceso al ecosistema comunicacional. Pero sabemos que esto no siempre ocurre.
En América Latina se está empezando a hablar de estos temas, en iniciativas impulsadas para periodistas latinoamericanos desde el Knight Center (Universidad de Texas, en Austin) así como en el sector universitario y otros escenarios (Universidad Tres de Febrero, Argentina); no obstante, todavía hay un largo camino que recorrer.
A la par de estos avances, se está pensando en el surgimiento de una nueva diversidad, donde a los hispanos, afroamericanos, americanos hay que sumar androides, cíborgs y un largo etcétera. También se habla de nuevas “tribus” integradas por personas que experimentan con su cuerpo para alterarlo; seres que darán renovados matices a la compleja vida en el espacio de las ciudades. Si antes tuvimos punks, surfistas, grafiteros, roqueros, ahora tendremos biokackers, grinders y otras agrupaciones que practican la introducción de tecnologías en sus cuerpos con la finalidad de buscar experiencias diferentes, identidades renovadoras y hasta desafiar el orden establecido.
Kevin Warwick sostuvo que la frontera entre hombres y máquinas desaparecerá. Esto suena a ficción, no obstante la propia historia ha corroborado que el “mundo real” cada día está más impregnado de innovaciones científico-tecnológicas que en algún momento fueron vistas como literatura fantástica comparable a un prodigioso relato de Julio Verne o un episodio de Avengers. De hecho, se prevé que para el 2028 el transhumanismo será un negocio que moverá más de 66 mil millones de dólares. Sí, este es un poderoso negocio en ascenso que girará en torno a colocar chips en el cuerpo humano, órganos sintéticos y todo tipo de prótesis. En esta industria incluso se apuesta a que la mente se conecte con Internet y las personas se comuniquen telepáticamente (Sánchez, 2022ª).
A propósito de esa neodiversidad en ascenso, se ha propuesto una revisión de las categorías a partir de las cuales se suele definir y clasificar al ser humano, conceptos que han servido en el pasado para discriminar o favorecer a poblaciones con características específicas. Al respecto, Ferrando escribe: “Hay un cambio importante respecto a la perspectiva ontológica y epistemológica del cuerpo humano. ¿Representarán el género, la raza, la edad y la clase entre otras categorías significativas de reformulación?” (Ferrando, 38). Esta idea nos lleva a pensar en una pregunta: ¿Cómo abordar las nuevas especies o subespecies en ciernes? ¿Cómo abordar la nueva sociedad? ¿Cómo repercute ello en la composición demográfica de la sociedad y la puesta en práctica del binomio democracia-comunicación?
Un punto crítico es en qué medida las innovaciones científico-tecnológicas pueden contribuir a superar los viejos comportamientos etnocentristas del hombre, o si más bien pueden profundizarlos. Como sabemos, a lo largo del devenir nunca faltaron tendencias etnocentristas en sociedades que impusieron restricciones a la diversidad en regímenes democráticos, autocráticos, mixtos, así como en los respectivos sistemas de comunicación. Minorías étnicas y raciales, grupos “vulnerables”, comunidades de migrantes y refugiados fueron excluidos, silenciados, segregados, empujados a desarrollar sus propios canales de comunicación desde donde pudieron alzar su voz, ser escuchados, hacer valer sus derechos y ratificar su condición humana.
Los motivos de estas exclusiones fueron múltiples: ideas políticas, rasgos físicos, creencias religiosas y de otro signo. Es el caso de miles de migrantes africanos y musulmanes que desde avanzado el siglo XX son sometidos a todo tipo de maltratos en Europa. Y es el caso de millones de venezolanos que intentan abrirse paso en otros países ante claras manifestaciones de xenofobia en las redes sociales y la prensa amarillista. Es posible que este esquema de comportamiento se mantenga ante las próximas especies tecnológicas que sean vistas como rivales del hombre, y que ocurra lo contrario.
Con el advenimiento de las redes sociales y otras plataformas tecnológicas afines, en principio hay más oportunidades para el desarrollo de la democracia y la comunicación, dado que existen más canales a través de los cuales estos grupos marginados tienen voz propia, se hacen sentir y pueden incidir en las grandes decisiones que atañen a la sociedad como conjunto. No obstante, sabemos que el camino es espinoso, que estas decisiones muchas veces siguen dependiendo de actores privilegiados que detentan el poder político, económico, militar y tecnológico.
En Cuba, China y Venezuela, por ejemplo, sigue habiendo fuertes restricciones oficiales sobre Internet que ponen en entredicho la vigencia de la democracia, la comunicación y los derechos humanos. También está el caso de las grandes corporaciones tecnológicas como Alphabet (propietaria de Google) acusada de negociar con el gobierno de Beijing políticas de censura en Internet para los cibernautas del otrora gigante amarillo. Pero nada de esto es nuevo. Al respecto, Castells ya señalaba (2001) que quedar excluido de las redes de Internet “[…] es la forma de exclusión más grave que se puede sufrir en nuestra economía y en nuestra cultura” (Castells, 2001: 17). Por una razón: todo se mueve en la Sociedad Red.
No siempre la tecnología facilita la comunicación ni el ejercicio de la democracia. Las plataformas de Twitter, Instagram, con sus algoritmos y sus políticas de servicio se permiten censurar cibernautas “tóxicos”, contenidos “políticamente incorrectos”, inconvenientes, incómodos, tal como sucedió con el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, expulsado de Twitter en julio de 2020 debido a sus recurrentes mentiras en la campaña electoral para alcanzar la Casa Blanca. Sin embargo, esta decisión no fue aplicada a otros mandatarios con comportamientos bastante similares, ni a organizaciones con claras vinculaciones con el terrorismo. Quedó claro, pues, que los códigos de ética y manuales normativos que orientan el uso de las redes sociales siguen siendo arbitrarios, lo que refleja una visión bastante distorsionada de la democracia la cual no difiere mucho de las viejas políticas restrictivas aplicadas a los medios tradicionales.
El mismo Castells reconocía la debilidad de la Sociedad Red en materia de democracia:
No obstante, seguimos necesitando instituciones, representación política, democracia participativa, vías para la construcción del consenso y una política pública eficaz. Esto sólo se consigue teniendo gobiernos responsables y verdaderamente democráticos. Creo que en la mayor parte de las sociedades, la práctica de estos principios es inexistente y que muy pocos ciudadanos cuentan con sus instituciones de gobierno. Este es el eslabón débil de la sociedad red. Hasta que consigamos reconstruir, tanto de abajo a arriba como de arriba abajo, nuestras instituciones de gobierno y nuestra democracia, no seremos capaces de afrontar los retos fundamentales que se nos plantean. Y si las instituciones políticas democráticas no pueden hacerlo, nadie más lo hará ni podrá hacerlo. Por tanto, o llevamos a cabo un cambio político en el sentido amplio del término (aun sin saber muy bien cuál es el contenido concreto de esta fórmula) o usted y yo tendremos que reconfigurar las redes de nuestro mundo en torno a nuestros proyectos personales. (Ibidem: 312)
Decisiones planificadas
El DRAE define la democracia así: “Sistema político en el cual la soberanía reside en el pueblo, que la ejerce directamente o por medio de representantes”; “Forma de sociedad que reconoce y respeta como valores esenciales la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley”; “Participación de todos los miembros de un grupo o de una asociación en la toma de decisiones” (DRAE, 2021).
El diccionario también nos habla de democracia participativa, censitaria, directa, a las cuales podrían añadirse denominaciones como democracia transhumana y otras que difieren del modelo liberal nacido en el siglo XVIII. ¿Llegaremos a eso?
El historiador Yuval Noah Harari expone en Homo Deus. Breve historia del porvenir (2016), que las innovaciones científico-tecnológicos como la inteligencia artificial (IA) ponen en entredicho el futuro de la democracia liberal y el liberalismo, por varias razones: en primer lugar, la tecnología podrá conocer, influir y diseñar las decisiones de las personas, lo cual tiene una repercusión directa en la libertad; en segundo lugar, la IA tendrá en sus manos la posibilidad de decidir qué humanos pueden sobrevivir o no, ser curados o no, ser mejorados o no, lo que indudablemente implica un conflicto salpicado de desigualdad (Harari, 2016). Todo esto conduce a otras interrogantes: ¿Las grandes decisiones de la sociedad serán responsabilidad del Homo sapiens, de la inteligencia artificial o los humanos mejorados? ¿Quién decide mejor y sobre la base de qué criterios? ¿Quiénes serán los actores idóneos que representarán a la sociedad en las grandes decisiones?
El autor de Homo Deus menciona que existen innovaciones científico-tecnológicas que cambiarán por completo la forma en que entendemos la sociedad, la historia y el papel del hombre dentro de esta; subraya la importancia de aparatos capaces de estudiar, reproducir, medir y predecir el comportamiento de las personas, lo que implica que los seres humanos perderemos nuestra capacidad de decidir, o que esta capacidad podría ser asumida por las tecnologías y las empresas del ramo. También se pregunta si la democracia, el mercado libre y los derechos humanos podrán sobrevivir ante numerosos dispositivos, herramientas y estructuras que no dejan margen para lo que se ha conocido como el “libre albedrío” inherente a los seres humanos (Harari, 2016).
De todo ello se puede pensar que si las personas pierden la capacidad de decidir, no tiene sentido consultarlas ni representarlas, dado que otros pueden decidir por aquellas. Esto tampoco es muy diferente al pasado y al presente: es una característica de las decadentes democracias representativas de muchos países de América Latina, África, Asia, y es un rasgo de peligrosas autocracias como la que ejerce Putin en Rusia.
Harari hace referencia a experimentos con ratas y humanos que demuestran que se puede manipular el cerebro, obligarlo a tomar ciertas decisiones, incluso se pueden eliminar o crear sentimientos como el amor, la ira y la depresión mediante la estimulación de ciertos puntos de la materia gris. El autor argumenta que se pueden controlar los deseos de las personas mediante el uso de drogas e ingeniería genética. También cita el uso de artefactos (cascos y estimuladores transcraneales) a través de los cuales es viable mejorar el rendimiento de las personas (Harari, 2016). En fin, la capacidad de decisión del hombre y el denominado “libre albedrío” (concepto que Harari cuestiona) podrían estar en aprietos porque son fáciles de manipular. Esta podría ser la nueva democracia en ciernes, en la cual no sabemos hasta qué punto sería necesaria la comunicación y el entendimiento entre actores que deciden y actores que no deciden, muy a pesar de toda la eclosión de aparatos tecnológicos que en principio facilitan ese encuentro, el flujo de información, opiniones, criterios y datos.
La incomunicación no es una situación inédita para el Homo sapiens. En el mundo actual existen numerosos países autodefinidos como democracias representativas, en los cuales se toman decisiones sin tomar en cuenta la opinión de las mayorías. En las autocracias y dictaduras, el asunto es peor. Al parecer, hay sociedades que pueden funcionar como una gran corporación tradicional, hermética, vertical, en la que la junta directiva no ve necesario informar o consultar a los trabajadores sobre las decisiones que toma.
Desigualdad
En no pocos países, la igualdad entre las personas y diferentes grupos sociales sigue siendo una utopía; el sexo, el género, la discapacidad física, los rasgos étnicos, los ingresos económicos, los estilos de vida y las creencias siguen estableciendo importantes diferencias, incomprensiones, exclusión y problemas de coexistencia que las democracias, la comunicación, los políticos y los gobernantes no han podido resolver. La discriminación hacia los afroamericanos y otras minorías étnicas en Estados Unidos ha disminuido, pero sigue siendo una realidad. Otro caso es el de los regímenes autocráticos en países como Cuba, donde la marginación ideológica y política sigue existiendo desde hace sesenta años, a pesar de las supuestas presiones de la comunidad internacional. A ello pueden sumarse las restricciones a la mujer en Afganistán, las cuales resucitaron con el retorno de los talibanes al poder (2021).
Las desigualdades son un rasgo típico característico de América Latina. No en vano, el reciente estudio Crisis y desencanto con la democracia en América Latina (2021), realizado bajo la coordinación de la Universidad Católica Andrés Bello y la Asociación de Universidades Confiadas a la Compañía de Jesús en América Latina (Ausjal), confirma estas tendencias. En líneas generales, este documento aborda el desencanto de la ciudadanía respecto a la democracia, sistema que luce incapaz de resolver los problemas urgentes de la gente común, que no escucha los suplicios del ciudadano corriente, no resuelve sus solicitudes a tiempo y con la merecida seriedad.
En América Latina sigue habiendo importantes diferencias en los niveles de empleo, trabajo, salarios, oportunidades de estudio, acceso a la vivienda, alimentación, salud, acceso a la información, medios y canales de comunicación, lo que constituye una negación de los derechos que se supone debe garantizar la democracia como sistema. Hay casos en los que se considera que esta desigualdad más bien es estructural (y no coyuntural), lo que hace más complejo el panorama. Nos referimos, por ejemplo, a Brasil, donde “[…] dimensiones importantes como las desigualdades sociales y raciales, que aún son constitutivas de la estructura social brasileña, pueden tener un impacto decisivo en la democracia del país” (Ausjal-UCAB, 2021: 157). En otras palabras: la democracia brasileña sigue siendo chucuta, porque si bien permite la realización de elecciones transparentes, abiertas, justas para garantizar la alternabilidad en el poder, no ha logrado eliminar los prejuicios que provocan marginación y discriminación hacia la población afrobrasileña.
En la Cuba castro-comunista, los grupos liberales que luchan por alcanzar la democracia siguen siendo objeto de persecución y hostigamiento, a lo que se suman los casos de Venezuela y Nicaragua. En estas realidades, los aparatos de comunicación oficiales han sido usados para marcar las diferencias y exaltar el predominio absoluto de un grupo sobre los demás, aunque sin llegar al extremo de la “solución final” como la soñó el nazismo respecto a los judíos; en lugar de tender puentes para el diálogo, el entendimiento y la retroalimentación entre las partes, el aparato oficial de propaganda en estos países es la negación de la democracia, la comunicación y la diversidad. En el caso de Venezuela, por ejemplo, las nuevas tecnologías de la información y la comunicación han sido incorporadas para profundizar esas prácticas excluyentes así como para generar desinformación, como se ve en el uso de trolls y bots que responden a los laboratorios de propaganda oficial. (Cañizales, 2021)
En una sociedad donde convergen humanos, superhumanos, cíborgs, poshumanos, robots, inteligencia artificial ¿Se impondrá un grupo sobre los demás? ¿Se alcanzará la anhelada igualdad? ¿Qué haremos con la tecnología? ¿Quién decidirá? ¿Se dará la bienvenida a la nueva diversidad? ¿Habrá más o menos desinformación, propaganda y manipulación?
Cuerpos desiguales
Un ejemplo de cómo las innovaciones científico-tecnológicas están cambiando nuestras ideas acerca de la vida, lo tenemos en el uso de prótesis, tratamientos y cirugías en el cuerpo con la finalidad de solventar problemas de salud, alguna discapacidad física o satisfacer un capricho estético. Esto podría ser el inicio de una sociedad desigual en la que no todos pueden ser “mejorados” en un quirófano.
La fiebre por las cirugías estéticas, por ejemplo, creó un ejército de reinas de belleza venezolanas en los años ochenta y noventa del siglo pasado, que mediante la “tecnificación de la belleza” ganó decenas de concursos internacionales y modificó la autoimagen del país. En el fondo, estas prácticas también fueron una manera de “mejorar la raza”, “mejorar la especie”, es decir, se convirtieron en una superación de las imperfecciones del cuerpo natural que no cuadran con los requerimientos de la industria cosmética, del entretenimiento, así como los prejuicios y otras prácticas asociadas tanto a la discriminación como a la supremacía racial. Todo esto coincide en algunos puntos con los transhumanistas: la necesidad de mejorar o perfeccionar el cuerpo humano.
A propósito del concurso Miss Venezuela y su director, Osmel Sousa, el escritor Ibsen Martínez apuntó:
El Miss Venezuela ha devenido en algo que recuerda la fábrica de clones que es el argumento de ‘Los Niños del Brasil’. Osmel Sousa es el ingeniero de control de calidad de esa fábrica de tarajallas esbeltas, de sonrisa indiferenciada; el doctor Mengele de ese campo de exterminio de la singularidad. Es llamativo el modo en que nadie, o casi nadie, recusa al estragado patrón de belleza del señor Sousa, tan parvamente uniformador, tan imbuido de racismo y de tan obcecada aspiración de simetría que ha logrado el prodigio de que la miss Venezuela de cualquier año sea indistinguible de la del año anterior. (Martínez, 2007)
Venezuela es uno de los países de Occidente donde más se practican cirugías estéticas. Para 2018, se ubicó entre los veinte primeros, según datos de la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética (Isaps, por sus siglas en inglés). En 2014 quedó ubicada en el octavo lugar con 291 mil 388 operaciones, de las cuales 84 mil 886 fueron de pecho, cifras que le concedieron el quinto lugar en este renglón. Estos números son solo un anuncio de tendencias que podrían mantenerse u orientarse en los próximos años hacia nuevas opciones: chips, órganos sintéticos, cámaras intraoculares, con el propósito de mejorar el funcionamiento del cuerpo, sus aspectos estéticos o simplemente prolongar la esperanza de vida, que es una de las ofertas del transhumanismo. Ferrando ha dicho que el ser humano del siglo XX es un ser mejorado, que no puede vivir sin tecnología. El del siglo XXI sigue esta tendencia.
La Sociedad Venezolana de Cirugía Plástica, Reconstructiva, Estética y Maxilofacial (SVCPREM) en su sitio web cita al papa Pío XII, quien avala la aspiración humana a la belleza y la perfección del cuerpo: “La belleza es un bien, no el bien máximo, pero sí un bien dentro de una escala de valores y prioridades, y es un derecho del hombre aspirar a la perfección, tanto espiritual como corporal” (SVCPREM, 2021).
Que lo diga una autoridad religiosa de esta dimensión no es cualquier cosa, revela cómo se está moviendo la sociedad. Esta idea no es muy diferente a las aspiraciones del transhumanismo en torno a la búsqueda de la perfección corporal, cosa que, desde luego, también tiene una implicación cultural, psicológica y filosófica. Para las chicas de las pasarelas la fiebre por “mejorar el cuerpo” es más una moda que una respuesta a una reflexión filosófica sobre el transhumanismo, pero en el fondo el problema de base sigue siendo el mismo: “mejorar la raza”, “mejorar la especie”.
En fin, la producción de humanos mejorados ya viene rodando con fuerza y entusiasmo. Le seguirán los superhumanos y más tarde, otros inventos, la posible superación del Homo sapiens (poshumanismo). Parece que el cuerpo natural es insuficiente, es necesario mejorarlo y expandir sus características originales, las mismas que creó el Todopoderoso. De las prótesis en las mamas iremos avanzando hacia otras tecnologías más sofisticadas que aún desconocemos.
Esto nos lleva a pensar en las brechas en un nuevo tipo de sociedad donde conviven humanos mejorados y no mejorados, humanos corrientes y superhumanos, que deben coexistir, comunicarse en un sistema político que tal vez no sea muy democrático. En este orden de ideas, Harari ya había planteado que puede surgir una nueva casta de superhumanos que se olvide de sus raíces liberales y trate a los humanos normales como los europeos del siglo XIX lo hicieron con los africanos (Harari, 2016). En otras palabras: estaríamos ante una especie de lucha por la supervivencia entre los más fuertes y los más débiles, una reedición de viejas formas de discriminación y exclusión, escenario que constituye la negación de la democracia y se convierte en una barrera para la comunicación.
La nueva confrontación entre los humanos mejorados y no mejorados podría ocurrir no solo en las pasarelas, sino en otros ámbitos que demandan mucha tecnología incorporada al cuerpo, implantes a los que no todos tendrán acceso para comunicarse, trabajar en equipo, comprar o usar servicios médicos, dedicarse a los negocios, llevar una vida llena de placer y salud.
Estas brechas en el acceso a tecnología las vemos en América Latina y África, en personas con acceso o sin acceso a Internet, que quedan incomunicadas, sin información, sin saber qué ocurre en sus entornos, sobre todo en momentos de crisis. En el futuro podría ser peor; humanos mejorados con chips e implantes craneales que pueden comunicarse mejor entre ellos, con máquinas, robots, que participan del aparato económico, ganan atractivos salarios, tienen acceso a cómodas viviendas, educación, servicios médicos, mientras una inmensa mayoría de pobres debe seguir apelando a sus recursos biológicos naturales, creados por el Todopoderoso, para comunicarse y vivir en condición de marginados del aparato económico, de la vida misma. Un poco la idea de Elysium (2013), el film de Neill Blomkamp que nos pinta un planeta superpoblado de pobres en el año 2154, mientras una minoría privilegiada se explaya en un satélite artificial donde sobran el confort y la salud óptima. A propósito de estas diferencias, el filósofo Antonio Diéguez alertó: “Las clases sociales se convertirán en clases biológicas” (Sánchez, 2022A).
La tortuga y la inteligencia artificial
Harari sostiene que la inteligencia artificial puede desplazar a las personas en la economía y otros escenarios, porque puede desempeñar mejor ciertas actividades que antes estaban reservadas a los humanos. Ya es una posibilidad en ciernes que puede profundizar la exclusión y la desigualdad en la sociedad.
El historiador israelí afirma que los algoritmos de la inteligencia artificial podrían expulsar a los humanos del mercado laboral. Esto significa que arbitros, cajeros, camareros, procuradores, conductores, archiveros y otros tantos oficios desempeñados por personas tienen una alta probabilidad de desaparecer y ser sustituidos por algoritmos. Por otra parte, la riqueza podría quedar en manos de una pequeña élite que tendrá en su poder los algoritmos y los propios algoritmos podrían dirigir empresas o ser sus propietarios. Todo esto desembocaría en una desigualdad social y política “sin precedentes” (Harari, 2016).
El tema ha comenzado a generar preocupación en el mundo. No es ficción ni fábula. Unesco alertó que la inteligencia artificial puede brindar a la sociedad beneficios, pero también puede traer perjuicios como el aumento de la desigualdad y acentuación de los perjuicios étnicos. De allí que a finales de 2021, en su Conferencia de París, propusiera un conjunto de reflexiones y recomendaciones para el uso de estas y otras tecnologías desde una perspectiva ética, cuya idea central es que el desarrollo siga centrado en el ser humano.
La organización propuso que:
La Inteligencia Artificial tenga el máximo impacto posible a fin de garantizar un desarrollo sensato y transparente de estas tecnologías y asegurar que sean responsables, inclusivas, diversas y respetuosas con la privacidad; garantizar que todo el ciclo de la inteligencia artificial sea digno de confianza, y que los conjuntos de datos y los algoritmos no perpetúen la discriminación, la exclusión, los prejuicios, las desigualdades y las brechas de género. (Unesco, 2021: 2-3)
La innovación científico-tecnológica se las trae, es todo un desafío para el ser humano y la estabilidad de las sociedades. Harari subraya que la inteligencia artificial puede decidir mejor que los humanos en algunas facetas de la vida; primero, porque tiene mayor capacidad para procesar datos y analizar situaciones; segundo, porque puede analizar mejor el estado de salud de un paciente, con más rapidez, hacer un diagnóstico acertado y establecer un tratamiento adecuado; en contraste, el médico humano puede equivocarse. En los sistemas políticos democráticos sucede algo similar: estos sistemas son lentos e ineficaces en comparación con la inteligencia artificial, no pueden recopilar y procesar datos relevantes con suficiente rapidez (Harari, 2016). El historiador incluso califica de “tortuga” a los gobiernos, en comparación con la tecnología; dice que la tortuga gubernamental no puede seguir el mismo ritmo que lleva la liebre tecnológica (Harari, 2016).
Esta lentitud e incapacidad de las democracias, por cierto, es un rasgo característico de las sociedades latinoamericanas donde el estatismo español heredado de la etapa colonial sigue teniendo un peso importante. Los sistemas democráticos en la región se caracterizan por su lentitud, ineficacia, son la antípoda de las eficientes innovaciones tecnológicas que con cierta dificultad han ido incorporando. Sin embargo, tales innovaciones de alguna manera son una amenaza para las pretensiones de dominio de líderes, partidos y movimientos políticos anclados en el pasado populista, el clientelismo y el caudillismo, cuyas pretensiones de perpetuarse en el poder son más que evidentes.
La lentitud también se expresa en la comunicación entendida en una perspectiva sociopolítica y sistémica: el sistema procesa con lentitud las demandas ciudadanas y es ineficiente. El resultado es obvio: la democracia no funciona, no existe, es un parapeto, es una ficción.
El documento de las universidades antes referido expone que los ciudadanos no creen que las democracias estén en capacidad de atender las demandas más importantes de la gente, ni que funcionen con eficiencia; no creen en los políticos ni en los funcionarios públicos; de allí la inestabilidad sociopolítica recurrente en la región (Ausjal-UCAB, 2021). En estos escenarios la comunicación entre gobernantes y gobernados no ha dado frutos, las demandas planteadas por la ciudadanía no son escuchadas, no caminan.
El auge de las tecnologías de la información y la comunicación implica la ampliación del espacio público, donde los ciudadanos debaten, se informan, expresan de manera abierta y ruidosa sus demandas, pero tampoco garantiza que se solucionen los problemas de la gente, de una opinión pública que sigue siendo ineficaz al momento de alcanzar sus objetivos. Aquí recordamos lo planteado por Abreu: “La opinión pública eficaz lo es en relación con el grupo social cuya manifestación en el espacio público logra sus propósitos en un momento dado”. (Abreu, 2007: 59)
Es posible que los problemas inherentes a la vida puedan ser resueltos a través de innovaciones científico-tecnológicas como la inteligencia artificial, pero como este camino lleva a que los políticos cedan cuotas de poder y pierdan el control sobre la población, los recursos y los privilegios, esto lo convierte en una posibilidad muy remota. De todos modos es una hipótesis a tomar en cuenta, que nos lleva a numerosas interrogantes: ¿En qué aspectos de la sociedad es posible este desplazamiento? ¿Será que las grandes corporaciones tecnológicas tipo Google, Meta, Microsoft, Pay Pal, Neuralink, OpenAI y otras por venir emplearán la IA para desalojar del poder a los ineficientes regímenes democráticos y charlatanes? ¿Crearán partidos políticos a su imagen y semejanza, para alcanzar y acumular más poder?
Estas organizaciones tienen acceso directo a millones de personas, conocen sus vidas, sus biografías, qué hacen, qué consumen, cómo piensan, con quién se comunican, con quién no, qué dicen, qué leen; hacen uso de los algoritmos que permiten descifrar y orientar las preferencias de los usuarios, y se han propuesto conocer mejor e incluso dominar la mente del Homo sapiens. Solo les falta dominar las instancias del poder político real: los parlamentos, los ministerios y quizás hasta las alcaldías. ¿Podríamos imaginarnos una contienda electoral entre partidos políticos creados por estas organizaciones? ¿Qué sucederá con empresas futuras de tecnologías mucho más avanzadas? ¿Hasta dónde podrán controlar al ser humano con o sin el consentimiento de este?
Las innovaciones científico-tecnológicas son una realidad en ascenso, un enorme desafío. En 2014 fue creado el Partido Transhumanista por Zoltan Istvan, quien se lanzó como candidato a la Casa Blanca en las elecciones de 2016. Esta organización política es casi insignificante frente a los republicanos y demócratas, pocos creen que pueda crecer, ya tiene representantes en Brasil, Inglaterra, Hong Kong, Chile y otros países, pero nadie puede descartar que en el futuro el destino de este tipo de movimientos sea más afortunado.
El documento de Ausjal considera que las tecnologías de la información, la inteligencia artificial y las redes sociales implican “[…] oportunidades y amenazas para la democracia del surgimiento de un nuevo y poderoso elemento del paisaje de la comunicación política”. Y agrega lo siguiente:
Este nuevo elemento crea oportunidades inéditas de interacción social, potencialmente útiles para la organización, deliberación y participación política. Las redes pueden crear espacios virtuales para canalizar y organizar el desencanto y crear formas alternativas de organización y acción política que no tienen cabida en los canales ordinarios de la democracia electoral. Ellas pueden hacer posible que voces tradicionalmente silenciadas logren ser escuchadas. En suma, podrían tener un efecto democratizador en la definición de la agenda de problemas públicos y la coordinación de la acción social dirigida a buscar soluciones democráticas. No obstante, hasta ahora, la tecnología y las redes han sido vinculadas al resurgimiento del personalismo político neo-populista, respaldado por nuevas tecnologías de información y desarrollo de mecanismos efectivos de control social por parte de gobernantes autoritarios. Este tema es, sin duda, de importancia central en la agenda actual de investigación sociopolítica. (Ausjal-UCAB, 77)
Puede que la inteligencia artificial, en efecto, signifique más control sobre las decisiones y comportamientos de la ciudadanía, pero esto tampoco es algo nuevo en el panorama, como se ve en el caso de Cuba, donde existe un severo control gubernamental sobre la población a través de la vigilancia, las prebendas y la amenaza abierta, modalidades que también se están usando en Venezuela. En estas circunstancias, alguien podría argumentar que si la comunidad internacional ha permitido sesenta años de control castrocomunista sobre la población, las corporaciones tecnológicas privadas también tendrían derecho a hacerlo a través de sus aparatos, implantes y programas, con sus perspectivas, intereses y objetivos particulares. Lo que es igual no es trampa.
La Unesco también rechaza que se usen sistemas de inteligencia artificial para la “calificación social” y la “vigilancia masiva”. Esta entidad advierte que este tipo de tecnologías es muy invasiva, vulnera los derechos humanos y las libertades fundamentales; subraya que la rendición de cuentas debe recaer siempre en los seres humanos y que no se debe otorgar personalidad jurídica a las tecnologías de IA por sí mismas (Unesco, 2021). En fin, hay que seguir de cerca el uso dado a la IA.
Cuentos de hadas
Al referirse a la democracia en Estados Unidos, C. Wright Mills planteó que este sistema seguía siendo una suerte de “cuento de hadas” basado en falsas imágenes, observación que hoy puede aplicarse perfectamente a América latina y otras regiones, respetando las diferencias entre estos escenarios.
Mills dice que existe una “imagen clásica” de la democracia que se basa en los ideales del siglo XVIII, en la cual el pueblo es quien decide. Se supone que la sociedad “es un gran organismo de libre discusión”, y que en esa discusión surge el mejor punto de vista, el cual finalmente conduce a las mejores decisiones procesadas en función de la verdad y la justicia. También se supone que el pueblo pone en práctica este punto de vista a través de los representantes que designa en el Congreso y otras instancias. Pero, concluye Mills, todo esto es un “cuento de hadas”. Así lo expresa:
Tales son las imágenes del público de una democracia clásica, que todavía son utilizadas como justificaciones operativas del poder en la sociedad norteamericana. Pero debemos reconocer que esta descripción es un conjunto de imágenes tomadas de un cuento de hadas: no son adecuadas ni siquiera como modelo aproximado de cómo funciona el sistema de poder norteamericano. Los problemas que actualmente configuran el destino del hombre no son ni planteados ni resueltos por el público en su conjunto (Mills, 1985: 155).
Obviamente, siempre ha habido otros factores que han intervenido en las decisiones: los intereses del poder económico, religioso, militar y los medios de comunicación que a través de sus agendas y el tratamiento dado a las noticias, como sabemos, pueden incidir en la opinión pública. Según Mills, los medios construyen la realidad, la manipulan y venden esa noción de realidad, así influyen en las opiniones de los ciudadanos. (Ibidem: 171-173).
Mills subraya que el pueblo no tiene autoridad ni decide:
La autoridad reside formalmente ‘en el pueblo’, pero el poder de iniciativa es retenido, de hecho, por esos pequeños círculos de hombres. Es que la estrategia más común de la manipulación es hacer creer que el pueblo, o por lo menos buena parte de él, ‘tomó realmente la decisión’. Es por eso que, aun cuando la autoridad es alcanzable, los hombres que tienen acceso a ella pueden seguir prefiriendo los métodos secretos y silenciosos de manipulación. (Ibidem: 179)
Las innovaciones científico-tecnológicas están provocando cambios en el devenir, en la forma en que se desarrolla la democracia, pero unas veces no lo hacen en función de agilizar la comunicación entre los gobernantes y los gobernados, ni garantizan que la diversidad de grupos y comunidades tenga voz y participación en las decisiones que involucran a toda la sociedad. Tampoco estas innovaciones garantizan que la autoridad y las decisiones estén en el pueblo “soberano”. El problema de fondo en sí no es la tecnología, tiene que ver con el uso dado a ella. También tiene que ver con la cultura y el comportamiento humano. Es un dilema complejo, milenario, que puede ser motivo de conflicto entre el Homo sapiens y los nuevos actores que lo acompañarán en el futuro.
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Humberto Jaimes Quero
Magister en Historia de las Américas UCAB. Profesor e investigador del Centro de Investigación de la Comunicación CIC-UCAB.