Fernando Spiritto
SUMARIO
En este artículo se repasan los aspectos básicos del enfoque cibernético y sus implicaciones para la política y para la noción del buen gobierno. La cibernética tiene utilidad para el análisis sociopolítico en una era de acelerado cambio tecnológico e importancia de la información como hecho económico y como basamento del poder.
Introducción
No existen criterios universales para definir al buen gobierno. Mucho menos para alcanzarlo. La discusión sobre este tema está plagado de propaganda, intereses sectoriales y apego al poder. La ideología, que en el buen sentido de la palabra resume la búsqueda de la situación política ideal y moviliza a las personas para llegar a ella, ofrece tantas versiones (desde el liberalismo hasta el marxismo) que al final termina alejándose de la realidad y presentando formulas vacías o tragedias sociopolíticas (totalitarismo, guerras, depresiones económicas).
El buen gobierno es un ideal semejante a la abolición de la escasez o a la plena libertad individual. De hecho, lo normal es considerar al primero como un medio para los dos posteriores. O, en sentido contrario, explicar la penuria y la opresión como resultado de las fallas de gobierno o la perversión del mismo. Esta discusión es parte fundamental del pensamiento utópico e ideológico, vale decir, el diseño de una realidad distinta (mejor) a la del presente.
Determinar la mejor forma de gobierno es un tema recurrente en el pensamiento político. La tipología y jerarquización de las estructuras de poder tuvo prioridad para los pensadores antiguos. Desde entonces conocemos la división tripartita de los gobiernos en monarquía, aristocracia y democracia, que a su vez responden a las preguntas ¿quién gobierna? (uno, pocos o muchos) y ¿cómo gobierna? (bien o mal). Cada una de esas tres formas tiene su contrario: tiranía, oligarquía y oclocracia (Bobbio, 1987: 18-19). Cada pensador preferirá una sobre las otras. Platón, por ejemplo, rechazó la democracia y apoyó un gobierno de sabios, una especie de oligarquía que sobre la base del conocimiento pudiera gobernar libre de pasiones y presiones sectoriales. Y así sucesivamente en los siglos por venir. Los pensadores liberales insistirán en la división de poderes (Montesquieu) y respeto a la propiedad, y los marxistas en la concentración del poder en manos del proletariado.
Definir a lo que llamamos gobierno es también necesario para continuar la discusión. Aquí es mejor seguir a Herman Heller quien advirtió sobre la confusión entre Estado y gobierno. Para este autor, el Estado se apoya en un “núcleo de poder” que materializa su presencia en la sociedad. Ese núcleo tiene el poder “en” el Estado, pero ciertamente no constituye el poder “del” Estado (Heller, 1971: 258-259). De esta manera, el gobierno puede interpretarse, al menos en estas páginas, como la instancia que ejerce el mayor poder dentro del Estado en relación con la comunidad interna y sus ámbitos externos. Se trata de un conjunto de personas en las cuales reside el poder efectivo y la autoridad para tomar decisiones que vinculan a toda la población. Este grupo fija la agenda de políticas públicas, obtiene información de su ambiente, recibe presiones internas y externas, genera outputs en la forma de decisiones concretas y se comunica con los distintos grupos que dan vida a los procesos económicos y sociales.
El gobierno fija objetivos globales y moviliza recursos públicos para alcanzarlos. En sistemas políticos democráticos y plurales, la acción de los grupos y el flujo de información que se genera requieren un manejo eficiente por parte del gobierno que es el actor que toma decisiones con mayor alcance social. En tiempos de recesión y pandemias como los actuales, su función como decisor público se torna crítico. Es por ello que el término “capacidad estatal” adquiere tanta importancia.
En las sociedades modernas la legitimidad política tiende a apoyarse en mayor medida en la capacidad para satisfacer demandas materiales, que en las otras formas de dominación Weberianas como el carisma, la fuerza o la racionalidad. Los Estados y sus gobiernos asumen tareas de mucha complejidad: reactivar sus economías, vacunar a toda la población, mitigar el cambio climático, fomentar la innovación, impulsar la investigación científica, combatir la pobreza y la desigualdad. Se trata de áreas de acción pública en las cuales los resultados obtenidos dejan mucho que desear.
Una forma de definir al buen gobierno es precisando en qué medida alcanza sus objetivos. De donde salen estos depende, en cada circunstancia concreta, de la ideología de los gobernantes, de los problemas de mayor peso social (o al menos de su mayor visibilidad), de las presiones ejercidas por los grupos con poder relativo, de las limitaciones presupuestarias, legales, y del ambiente internacional, de la disposición de tecnología, de la calidad de la burocracia y de los estados de ánimo de la opinión pública, entre otros muchos. La combinación de esos factores determinará la complejidad de los objetivos y el tipo de decisiones necesarias para alcanzarlos. De acuerdo con el modelo racional, una decisión será “óptima” (maximizará el beneficio para el que la toma o como resultado se acercará a los objetivos que persigue) si incorpora suficiente información en cuanto a las alternativas disponibles y sus consecuencias. Tal razonamiento puede aplicarse al gobierno si se concibe a este como un grupo homogéneo de personas que toma las decisiones políticas.
En este trabajo se repasan las nociones básicas de cibernética, que es el modelo que intenta analizar el control y la información en sociedades y organizaciones, y sus implicaciones para la toma de decisiones políticas. Se hará énfasis en la toma de decisiones políticas en cuanto a su eficiencia para alcanzar los objetivos establecidos por los que tienen el poder y, al mismo tiempo, en el manejo de la información necesaria (insumo básico de las decisiones) para garantizar la buena marcha de ese proceso. Decisión e información son las dos caras de una moneda. Sobre esa dicotomía existe abundante conocimiento teórico y es algo intuitivo en las personas (“para decidir bien requiero la mejor información disponible”), aunque no es el caso sobre los canales mediante los cuales la información fluye entre la sociedad y el sistema político (incluso dentro de las organizaciones), ni los efectos que la cantidad y calidad de la misma tiene para la toma de decisiones. Las próximas páginas están dedicadas a este tema.
Información, decisión, control
El sistema político tiene como función principal mantener el orden en la sociedad. Si el conflicto se desboca, no será posible alcanzar los objetivos comunes que supuestamente van a mejorar la situación de las personas y comunidades. Las formas como se mantiene el orden varían a lo largo de un amplio espectro que va desde regímenes democráticos, que reconocen el pluralismo social, permiten elecciones, respetan los derechos humanos, practican la alternabilidad en el poder y fomentan la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, hasta regímenes autoritarios que centralizan las decisiones y recursos sin permitir el disenso.
A medida que los objetivos del sistema político se hacen más complejos, jerárquicos, cambiantes y hasta contradictorios, los criterios para evaluar la eficiencia y la capacidad estatal se hacen más difíciles (Rey, 1980: 226). Piénsese, por ejemplo, en la evolución del Estado liberal, con sus pocas atribuciones, al actual Estado social de derecho, cargado con las más variadas responsabilidades, desde el manejo de recesiones hasta las pandemias. Tomar decisiones políticas en las sociedades contemporáneas requiere entonces el manejo de cantidades descomunales de información que combinan demandas y se traducen en regulaciones, asignación de recursos, obras públicas e intercambios de toda naturaleza con otros Estados.
Gobernar, por tanto, se convirtió en un problema de información y comunicación en tanto que los objetivos de los sistemas políticos crecieron en dificultad para alcanzarse, y la información necesaria para tomar decisiones aumentó en cantidad y complejidad. Modelos más sofisticados eran necesarios para explicar la nueva realidad política. Para las ciencias sociales, el pensamiento mecanicista, organicista, histórico o literario no era suficiente puesto que:
El mecanicismo y el concepto de equilibrio no pueden representar el crecimiento y la evolución. Los organismos son incapaces tanto de un análisis exacto como de reajuste interno, y los modelos de procesos históricos carecían de estructura interna y predictibilidad cuantitativa. (Deutsch, 1980: 109)
A lo anterior se sumó el gran avance tecnológico (particularmente en telecomunicaciones) y el ascenso del conocimiento como insumo fundamental del crecimiento económico. La creciente sofisticación de las “máquinas”, desde el punto de vista de sus mecanismos internos, el manejo autónomo de la información y de su capacidad de autocorrección, sirvió de analogía para el desarrollo de modelos que analizaran los procesos sociales. Algo parecido (otra analogía), a la función que cumple el sistema nervioso en el cuerpo humano.
Como resultado de lo anterior surgió la cibernética, término originado de la palabra griega kybernetes que en castellano se traduce como timonel.
El matemático estadounidense Norbert Weiner desarrolló el concepto en su libro de 1948 Cybernetics or control and communication in the animal and the machine (Weiner, 1985). Se trata de un modelo teórico para interpretar o explicar la realidad a partir de las funciones de información y control en sociedades y organizaciones. Como todo modelo, este se apoya en un conjunto de supuestos que simplifican los procesos sociales aunque sus objetivos son de amplio alcance en el sentido de abarcar aspectos comunes en personas, animales y máquinas. Vale enfatizar que los modelos son formulaciones abstractas, matemáticas en muchos casos, o generalizaciones a partir de la observación de la realidad, en los cuales se relacionan de manera lógica y jerárquica diversos supuestos que buscan explicar o predecir determinados hechos físicos, sociales o individuales. Los modelos se enfocan en problemas específicos, relacionan variables, determinan la dirección de causalidad, y hacen predicciones. En ciencias sociales no existen modelos predominantes; todo depende del contexto y de los intereses del observador o investigador. El conocimiento se genera por el diseño de múltiples “perspectivas conceptuales” que dependiendo de las circunstancias se acercan más o menos a la realidad (criterio de validez). En este sentido, la cibernética es una herramienta entre muchas.
Al igual que la teoría de los sistemas, la cibernética ha tenido un gran impacto en las ciencias sociales entre otros aspectos por el efecto y el manejo de la información en las comunidades humanas (políticas en particular) y en los procesos de adaptación a sus ambientes. Los sistemas son partes diferentes que se coordinan para alcanzar objetivos comunes y en donde la información sirve de energía para su desempeño. Es un enfoque unificador que pretende abarcar distintas realidades físicas y sociales. Como dice Juan Carlos Rey, “la cibernética […] estudia un tipo particular de sistemas y constituye solo una parte, si bien decisiva, de la teoría de los sistemas” (Rey (2), 1980: 285). No es casualidad que cibernética hace referencia a la conducción, hecho por el cual su enfoque ha tenido amplio uso en la Ciencia Política. Política es poder para tomar e imponer decisiones de alcance general, y las decisiones tienen a la información como su garantía de eficiencia.
La información, se dice con mucha frecuencia, es la materia prima fundamental de la sociedad contemporánea. Asistimos a la transición de la “era de la manufactura”, como la llamó Marx en El manifiesto del partido comunista (Marx, 1966: 21), a la sociedad del conocimiento, consecuencia del auge de los servicios y de la revolución digital. La expansión de las redes de telecomunicaciones, las redes sociales, los gigantes digitales, la necesidad de conocer los patrones de consumo y las preferencias ciudadanas, otorgaron a la información un valor comercial y político sin precedentes. Una observación obvia es que la información es una fuente relativa de poder en la relación de actores en un contexto determinado, bien sea de mercado, institucional, político o de guerra.
Vivimos, como dice Yuval Noah Harari tal vez con un poco de exageración, en la era de los datos (dataism); en una época en la cual el universo puede reducirse a un flujo de información y el aporte de cualquier entidad se mide por su capacidad de procesar datos. El dataism pretende unificar los campos de conocimiento, desdibujando las barreras entre animales y máquinas, y deja a los algoritmos la tarea de descifrar los patrones del universo, incluyendo los bioquímicos que gobiernan la naturaleza humana (Harari, 2017: 428).
La información es la consciencia individual (permítase la redundancia) de que se conoce algo (se tienen datos) y que a partir de ese conocimiento se pueden generar conductas propias o en otras personas. La información “puede ser trasmitida, registrada, analizada y medida” (Deutsh, 1980: 113). El hecho de que se pueda almacenar (de forma analógica o digital; en libros, discos, o en computadoras) nos permite hablar de información colectiva porque los hechos registrados por alguien pueden, potencialmente, compartirse ilimitadamente y perdurar en el tiempo (existe “memoria”). La información puede quedarse en la persona, cuando esta reflexiona, calcula, o razona, o puede transmitirse a otros individuos o grupos. En este caso hablamos de comunicación: los datos, o la articulación de los mismos en forma de mensajes, circulan en la sociedad a lo largo de sus distintos niveles. La información se transmite por medio de canales que asumen la forma oral, escrita o como impulsos codificados en redes de telecomunicaciones. Karl Deutsch agrega:
La información es lo que se transfiere en la telefonía o en la televisión. La información posee una realidad física ‘material’; es transportada sin excepciones por procesos de materia-energía. Sin embargo, no se halla sometida a sus leyes de conservación. La información puede ser creada y eliminada, si bien nunca puede crearse de la nada ni destruirse por completo en la nada. Finalmente, difiere de la noción clásica de ‘forma’ porque se la puede analizar en unidades separadas, susceptibles de medición y cálculo. (Deutsch, 1980; 113)
La información genera cambios en el ambiente, altera el estatus para bien o para mal. Es una garantía de orden porque disminuye la incertidumbre. La entropía, por el contrario, es el desorden y la desintegración de un sistema porque la información disminuye o pierde claridad, las partes se separan y no existe adaptación al ambiente. La entropía es un cáncer que destruye la capacidad de conducción y control. Tal capacidad es el centro del enfoque cibernético: mantener el equilibrio del sistema en un contexto de cambios que si no se manejan eficientemente pueden comprometer su integridad. En este sentido, la homeostasis es la habilidad del sistema para detectar alteraciones en sus procesos y hacer las correcciones necesarias para reestablecer el equilibrio. Así pueden resumirse las funciones básicas de la política, las de conducción y control social.
Como se dijo arriba, los modelos mecanicistas y organicistas muestran problemas para asimilar el cambio. En un mecanismo lo importante es el equilibrio interno y las leyes que perpetúan el movimiento; en un organismo, el desarrollo es “natural” y es poco lo que se puede hacer para modificarlo. La existencia de objetivos en los actores objeto de estudio (un país, un Estado, la sociedad) tienen poca relevancia. En este sentido, existen modelos que se apoyan en nociones de “mano invisible” u “orden espontáneo” para explicar la sociedad en aspectos determinados como el económico, por ejemplo (Hayek, 1945). Durante muchos años, digamos hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, la economía era considerada como un organismo biológico sujeto a leyes internas (siendo el sistema de precios la más importante) que eran muy difícil de alterar. Con la Teoría del Desarrollo que nació en la posguerra y con el mayor activismo estatal que tenemos desde entonces, la economía se ha enfocado en los mecanismos de crecimiento y desarrollo sobre la base de incentivos e intervención directa para alcanzar objetivos específicos que establecen los gobiernos.
En cibernética, el cambio positivo (lo contrario es entropía) es el resultado del aprendizaje y la voluntad para modificar el contexto de comunidades u organizaciones. El cambio tiene sentido cuando se establecen objetivos. Alcanzarlos implica correcciones e intentos sucesivos que disminuyan errores y despilfarro. El equilibrio es precario y las perturbaciones son parte del contexto.
El aprendizaje individual, organizacional o colectivo puede resumirse en la capacidad para incorporar más información y procesarla más eficientemente, es decir, obtenerla con costos decrecientes y con la mayor cantidad posible de datos útiles. El flujo de información constituye la unidad básica de análisis en estos casos (Young, 1972: 102). De esta forma se rechazan los enfoques inmóviles y se le da al cambio mayor preponderancia. La retroalimentación surge aquí como un aspecto clave: el sistema es capaz de evaluar sus resultados, y con base en la información resultante modificar sus acciones iniciales de forma que el proceso global (cualquiera que sea, producción, decisiones políticas, etcétera) mejore sostenidamente. Es posible, incluso, que los objetivos de la organización o las preferencias de sus integrantes cambien en la medida que cambia su ambiente tal como lo refleja la nueva información obtenida. La llamada curva de aprendizaje, figura utilizada en una amplia gama de actividades y funciones, es el resultado de la retroalimentación.
Las redes de comunicación transmiten la información que soporta la toma de decisiones de cualquier actor social. La cibernética ha adoptado algunos conceptos de las redes físicas para ilustrar la trasmisión de la información en ámbitos políticos. Así, el canal se refiere al medio por el cual circula la información (oral, impreso, digital, radioeléctrico, etcétera); la carga es el volumen total que circula; y la capacidad de carga depende del número de canales disponibles para transmitirla. Otros conceptos útiles son la fidelidad, o exactitud con que la información es transmitida; el recuerdo, que es la habilidad para seleccionar información relevante a lo largo del tiempo; y la capacidad para combinar la gran cantidad de insumos de información que contribuyan a alcanzar las metas del sistema político (Young, 1972: 105). El gobierno, por ejemplo, “percibe los problemas por medio de sensores organizacionales” ubicados en sus enormes burocracias (Allison, 1971: 67). Se supone que un gobierno eficiente (y de paso, democrático) debe esforzarse para ampliar el número de canales disponibles para obtener información y en aumentar la fidelidad de la misma.
Los canales materializan la comunicación entre los grupos sociales y los centros de poder, así como difunden “ideas” en la población que alimentan la innovación y el crecimiento económico. La información delimita la libertad del gobierno para fijar los objetivos comunes y evaluar su cumplimiento. Desde esta perspectiva, la información es uno de los soportes de la democracia y del bienestar. A este tema se dedica la próxima sección.
Sobre el buen gobierno
El buen gobierno es una categoría ideológica. No existe una definición universal porque todo depende de los intereses sectoriales y las circunstancias históricas. Además, lo normal es que políticos o pensadores lo presenten como una situación futura, como algo que mueve a la acción, que debe construirse.
El pensamiento tecnocrático plantea una definición tan sencilla como errada. El buen gobierno es el de los técnicos. Aquí resurge la idea platónica del príncipe gobernante. Todo problema tiene una solución y los sabios la conocen. Aquel que posee la información es superior. El tema surgió en la discusión política con la Revolución Industrial y el avance científico.
En 1823 Claude Henri Saint-Simon, pensador francés de mucha influencia en Marx, publicó su Catecismo de los industriales (Saint-Simon, 1960). La clase superior, afirma el autor, debe estar constituida por los industriales, el grupo que produce bienes tangibles (agrícolas o manufacturados) que elevan el bienestar material. Esta clase tiene un destino político en virtud del conocimiento que posee:
Los industriales se constituirán en la primera clase de la sociedad; los más importantes de entre los industriales se encargarán, gratuitamente, de dirigir la administración de la riqueza pública: ellos serán quienes hagan la ley y quienes marcarán el rango que las otras clases ocuparán entre ellas; concederán a cada una de ellas una importancia proporcionada a los servicios que cada una haga a la industria. Tal será, inevitablemente, el resultado final de la actual revolución; y cuando se obtenga ese resultado, la tranquilidad quedará completamente asegurada, la prosperidad pública avanzará con toda la rapidez posible, y la sociedad disfrutará de toda la felicidad individual y colectiva a la que la naturaleza humana pueda aspirar. (Saint-Simon, 1960: 84)
Y lo que los industriales pueden alcanzar desde el poder según Saint-Simon es, sin duda, una definición acertada de lo que sería un buen gobierno:
Es evidente que el régimen industrial es aquel que puede procurar a los hombres la mayor suma de libertad general e individual, asegurando a la sociedad la mayor tranquilidad de que puede disfrutar.
Resulta igualmente evidente que dicho régimen investirá a la moral del mayor imperio que le sea posible ejercer sobre los hombres, al mismo tiempo que procura a la sociedad en general y a sus miembros en particular el mayor número posible de goces positivos. (Saint-Simon, 1960: 100)
La respuesta al pensamiento tecnocrático es de sentido común: si cada problema tiene una solución, ¿por qué no vivimos en el paraíso? No es solo un asunto de ignorancia o escasez de expertos. Los problemas sociales tienen múltiples causas y muchas veces no es suficiente un decisor con poder e información para solucionarlos. En política no existen respuestas últimas. Son tantos los factores que intervienen que verlos en conjunto se hace imposible. Los recursos son escasos y existen limitaciones legales, políticas y culturales para tomar decisiones ante ellos. ¿Qué causa la delincuencia en un país? ¿Es suficiente la represión para combatirla? Por su parte, la tecnocracia tiene un contenido autoritario. Si todo problema tiene una solución, esa solución tiende a imponerse sin considerar alternativas. Visiones distintas son descartadas, y en el extremo se puede atentar contra la democracia misma al no reconocerse el pluralismo inherente a la sociedad.
No obstante, descartar totalmente a la tecnocracia tampoco tiene sentido. La solución a los problemas sociales tiene un innegable contenido técnico. Véase, por ejemplo, a la economía. ¿Cómo funciona un banco central? ¿Qué causa y cómo se detiene una hiperinflación? ¿Cómo se combate una pandemia? La Administración Pública se desempeña sobre la base de procedimientos, complejas regulaciones y tecnología. El peligro de la tecnocracia se presenta cuando su enfoque permea todo el nivel de las decisiones políticas.
Un criterio para evaluar al buen gobierno es la medida en la que alcanza sus objetivos. Es lo que en la literatura se denomina capacidad estatal. Pero enfocarse exclusivamente en si se alcanzan o no los objetivos oculta la parte más interesante del proceso, porque al final lo que cuenta es el tipo de objetivo, cómo se determina, cuál es el destinatario, sus costos y los valores subyacentes. Además debe considerarse la implementación, que en políticas públicas es la fase más importante, dado que allí se materializa lo que en el diseño no es más que la aspiración de un estado futuro.
Es imposible hacer una lista exhaustiva de los objetivos de un gobierno. Sin embargo, se pueden mencionar algunos de mucha generalidad. El primero es mantenerse en el poder, lo que puede suponer una contradicción con el sistema, la sociedad o la organización. Como es obvio, los intereses de los gobernantes no siempre coinciden con los de los gobernados. De aquí surge el rechazo a las dictaduras. En términos cibernéticos, las dictaduras, al reprimir el pluralismo, cierran canales de comunicación y ello obstaculiza el cumplimiento de metas de mayor complejidad. La represión no es suficiente en el largo plazo para darle continuidad a un sistema político.
Como dice Deutsch, los objetivos de una red o sistema abarcan distintos órdenes de importancia y complejidad. Se pueden mencionar, en este caso, los objetivos de satisfacción inmediata que se encuentran dentro de las operaciones ordinarias de un sistema o red de información (primer orden); los de autoconservación, que buscan asegurar las condiciones óptimas para obtener los objetivos de primer nivel (segundo orden); los de conservación del grupo, que dan continuidad al sistema global mediante la consecución de los objetivos de primer y segundo nivel (tercer orden); y los objetivos de conservación del proceso de búsqueda de fines, donde encontramos ideales de gran trascendencia como los establecidos en la filosofía, la religión o las grandes corrientes ideológicas (Deutsch, 1980: 122-123).
Hay que enfatizar el carácter jerárquico de los órdenes mencionados:
[…] a medida que se asciende en el nivel, su realización exige una mayor complejidad del sistema (en términos cibernéticos) de modo que, si bien para el logro de objetivos de primer nivel basta en muchos casos con mecanismos puramente homeostáticos, los objetivos de nivel superior requieren dispositivos y redes más complejos. (Rey, 1980: 14)
El enfoque funcional ofrece otra perspectiva sobre los objetivos y metas sociales. Este marco teórico toma a la sociedad como un sistema o un gran todo dentro del cual es posible diferenciar subsistemas que cumplen funciones específicas para su desempeño general. Para Talcott Parsons, en todo sistema social se desarrollan cuatro procesos básicos: mantenimiento de pautas (socialización); integración (control y respeto de normas, ley, instituciones); adaptación (producción), y el político, que en esencia se ocupa del logro de metas mediante capacidades organizativas (Parsons, 1973: 166-167). Para Parsons, “[…] el poder en una colectividad es un medio de movilizar con eficacia las obligaciones en pro de metas colectivas” (Parsons, 1973: 134). Si bien la diferenciación entre los subsistemas en cuanto a sus funciones es condición de eficiencia (el trabajo se divide y surge la especialización), la comunicación entre los subsistemas funcionales es vital para una coordinación exitosa. En otras palabras, esa coordinación hace viable el tránsito de las sociedades hacia niveles superiores de desarrollo.
Las políticas públicas, que son decisiones coordinadas de los gobiernos en función de objetivos específicos en los más variados sectores sociales, tienen efectos directos en la legitimidad política. En las sociedades contemporáneas predominan los objetivos de bienestar material: creación de empleos, construcción de viviendas, otorgamiento de créditos y subsidios, incentivos a la industria, etcétera. Satisfacer esas demandas se traduce en apoyos al grupo gobernante y al sistema en general. Por ello la intervención del gobierno tiene un alto contenido técnico y de información. De esa forma, los canales de comunicación son necesarios para el proceso de diseño, implementación y evaluación de las políticas públicas.
Desde el punto de vista cibernético, la retroalimentación supone un esfuerzo sostenido de aprendizaje. Recabar información del ambiente tiene impacto en el desempeño del sistema. Los output gubernamentales deberían mejorar por los ajustes internos en las organizaciones que toman las decisiones, al utilizar más eficientemente la nueva información entrante. Los dispositivos de “memoria” almacenan y codifican la información y la ponen a disposición de los decisores. En teoría, la toma de decisiones mejora y el estado del sistema se acerca a la situación que prefiguran los objetivos y metas. El gobierno obtiene información de diversas maneras: encuestas de hogares, demandas ciudadanas, inteligencia militar, medios de comunicación, consultas con grupos de la sociedad civil, estadísticas económicas, contactos con organismos internacionales, entre otras muchas. En cada caso se abre un canal de información de comunicación por el que circulan infinitos datos.
También es posible pensar lo contrario: los canales se cierran progresivamente y los decisores dejan de recibir información relevante. Ello puede ser el resultado del desmantelamiento de la burocracia, las crisis económicas o la centralización creciente de la toma de decisiones. Toda crisis política tiene en alguna medida un ingrediente de esa naturaleza. El gobierno no se adapta a su ambiente ni puede conservar el equilibrio. En unos casos se acude a la fuerza como mecanismo de control; en otros, a la reforma, no siempre con los resultados esperados. La reforma del Estado en Venezuela o el Glasnost y la Perestroika en la Unión Soviética durante la década de 1980 son buenos ejemplos.
En el aire o en los canales: cómo circula la información
Si la información no circula es como si no existiera. Al igual que el conocimiento producido por la ciencia, debe ser comunicable. La información tiene un valor estratégico innegable, es decir, su disposición altera la ventaja relativa de unos actores con respecto a otros. En la política y en la guerra la información tiene un valor evidente.
El hecho de ser intangible, por ejemplo, significó el tardío reconocimiento de la información en los modelos económicos. A pesar de que en esencia el mercado es un sistema de coordinación de información, su incorporación (endogeneización) a los modelos es algo relativamente reciente. El sistema de precios sintetiza una gran variedad de hechos sociales (escasez, guerras, sequías, crisis políticas) para señalar qué producir (Hayek, 1945).
Un caso interesante en el análisis económico es el de las aglomeraciones industriales y la función de la información. Como es obvio, el simple dato geográfico no es suficiente para explicar el establecimiento de empresas en una región determinada. Factores como las facilidades de comunicación, población numerosa, fuentes cercanas de materias primas, o simples accidentes históricos, tienen incidencia en la aglomeración o localización de las empresas. Pero sobre este hecho no hay teorías fácilmente generalizables. Alfred Marshall, en el muchas veces citado capítulo diez de sus Principios de Economía de 1890, menciona algunos de los factores anteriores, añadiendo, por ejemplo, el “patronato de las cortes” (que hoy podríamos asimilar a centros de poder político, como las capitales, desde los que se distribuye el gasto público) o la abundancia de trabajadores especializados, depositarios de una larga tradición artesanal (Marshall, 2005).
Más avances teóricos, sin embargo, se han hecho sobre las ventajas mismas de la aglomeración. Tales ventajas aseguran un proceso sostenido en el tiempo: las empresas se localizan en un área determinada porque siguen a otras que ya lo han hecho, lo que a su vez refuerza el ciclo virtuoso de la aglomeración. El mismo Marshall habló de las “[…] ventajas que los que se dedican a la misma industria obtienen de la mutua proximidad”. De inmediato introdujo lo que hoy conocemos como externalidades o knowledge spillovers: “Los misterios de la industria pierden el carácter de tales; están como si dijéramos en el aire y los niños aprenden mucho de ellos como de un modo inconsciente” (2005: 318). La información y el conocimiento no tienen, en la visión de Marshall, un canal estructurado; se encuentran “en el aire”, y por ese medio se esparcen para que todos los interesados se aprovechen de ellos sin incurrir en ningún tipo de costos.
Las ideas tienen un valor económico que comienza a ser reconocido por la economía. La productividad, basada en la habilidad de los trabajadores, la incorporación de conocimiento técnico y un ambiente institucional favorable a la producción de riqueza, son requisitos indispensables para elevar el bienestar de los pueblos. El creciente número de estudios sobre la productividad total de los factores (total factor productivity) muestran que para crecer de forma sostenida y equitativa no es suficiente con añadir trabajo y capital, sino también obtener un retorno de manera eficiente con base en el aprendizaje y la innovación. Tal como dicen Jones y Romer, “[…] las ideas, las instituciones, la población y el capital humano constituyen hoy el centro de la teoría del crecimiento. El capital físico ha sido empujado a la periferia” (Jones and Romer, 2010: 226).
Cuando se habla de capital humano deben hacerse algunas precisiones. Este concepto hace referencia, en primer lugar, a un volumen dado de trabajadores que aplican su esfuerzo y conocimiento a la producción de bienes y servicios. El criterio numérico cuenta porque una población de trabajadores más grande implica más recursos para la creación de riqueza, especialmente si disponen de capital físico y a la vez son coordinados por instituciones que establecen los incentivos adecuados.
Pero el capital humano también significa ideas en el amplio sentido del término. Las ideas se traducen en conocimiento científico y aplicaciones tecnológicas, al igual que en nuevos productos, modelos de negocio, procedimientos, formas de organización, cultura y entretenimiento. Las ideas, como factor de crecimiento, tienen una gran ventaja sobre el capital físico: no muestran rendimientos decrecientes; pueden ser duplicadas una y otra vez (son no rivales); en la inmensa mayoría de los casos no son patentables, lo que generaliza su adaptación; y en un mundo globalizado y conectado por las redes de telecomunicaciones, circulan con cada vez mayor rapidez y alcance.
Robert Hall y Charles Jones (1999) sostienen que las diferencias en la acumulación de capital y productividad que se observan entre países, que a su vez determinan el producto por trabajador, están relacionados con lo que denominan infraestructura social (social infrastructure), vale decir, el conjunto de instituciones que conforman el ambiente dentro del cual se desenvuelven los agentes productivos. “Una infraestructura social favorable a altos niveles de producto por trabajador proporciona un ambiente que favorece las actividades productivas, la acumulación de capital, la adquisición de habilidades y la transferencia de tecnología” (Hall y Jones, 1999: 84). Un contexto favorable a la producción e innovación es el resultado, en gran medida, de la adecuada circulación de información a escala global. En la sociedad de la información, “las ideas están en el aire”, diría Marshall, y cada cual las aprovecha para su propio beneficio. Tal contexto, obviamente, se une a la disponibilidad de capital físico y humano para explicar las diferencias en productividades que determinan la riqueza de las naciones.
En la sociedad del conocimiento y la información, los principales canales de comunicación son digitales. Las redes de telecomunicaciones transportan imágenes, textos, videos, voz y símbolos. Implican una comunicación instantánea entre millones de personas. Se imponen así las externalidades de redes: nadie puede quedar al margen sin correr el riego de aislarse socialmente. El Internet combina las tecnologías y medios anteriores (radio, televisión, prensa) y añade la capacidad de almacenar, combinar y distribuir información en cantidades sin precedentes. Por ello el Internet es un tema de políticas públicas. Su penetración es vital para difundir la información que soporta el crecimiento económico y la innovación.
La teoría de las redes es otro esquema conceptual valioso para comprender a las sociedades de la información. Las redes no se reducen a un hecho físico (de nodos, cables, conmutadores, computadoras), sino también a vínculos intangibles de relaciones interpersonales, de homólogos de todo tipo, o interacciones entre productores y proveedores, organizaciones, e incluso de naciones. La materia que circula es información. Los canales son diversos. Las redes generan capital social en el sentido de fomentar la cooperación entre personas y grupos y aumentar la confianza mutua. Las redes son una herramienta de eficiencia porque dan a conocer las mejores soluciones técnicas, los precios más baratos, refuerzan o revelan problemas de reputación. Son también garantía contra las asimetrías de información, tanto en el mercado como en ámbitos regulatorios. Las redes son una categoría que se puede aplicar a aspectos tan diversos como las actividades criminales, las pandemias o la búsqueda de empleo.
El que la información sea el insumo básico de la decisión, plantea interesantes preguntas en el plano político. Es el caso de la centralización y descentralización en la toma de decisiones. ¿Qué tipo de ordenamiento asegura, o al menos facilita, el cumplimiento de los objetivos de un sistema de gobierno? O en términos cibernéticos: ¿cómo manejar más eficientemente la información disponible para satisfacer las demandas que se plantean a los que toman las decisiones? La descentralización política y administrativa es una forma de organización político-territorial en la cual los distintos niveles de gobierno se distribuyen la gestión de los asuntos públicos, en particular, la respuesta a la amplia gama de demandas que la población y grupos organizados hacen constantemente.
La centralización del poder de decisión en los niveles superiores del gobierno requiere de este un mayor número de canales de comunicación, de recursos humanos y financieros, de capacidad de procesamiento de información y de atención simultánea a varios frentes administrativos. Es una constante, en la mayoría de los gobiernos, que las ambiciosas agendas de políticas públicas no van acompañadas de la capacidad estatal respectiva. La burocracia vertical y tecnificada de tipo weberiano es una ficción, y en su lugar se encuentra una colección de grupos políticos, corrupción e intereses sectoriales. Por ello la descentralización se plantea como una alternativa. Si la gestión de los problemas se acerca a instancias institucionales más cercanas a los ciudadanos, se supone que la información sobre los mismos será mejor procesada (habrá mayor “fidelidad”) y el control de la ciudadanía servirá de antídoto a la ineficiencia de las estructuras centralizadas. Esto, al menos, en teoría. Los vicios de la centralización pueden darse en ámbitos de menor escala, de la misma forma que se encuentran en el nivel nacional, si no hay participación política y los recursos son escasos.
Los temas anteriores se insertan en una discusión de mayor alcance como la discusión sobre la eficiencia de las democracias liberales y de otros modelos como el representado por la tecnocracia china. Aquí se compara al gobierno centralizado de un enorme país como China, que ha generado cambios de gran calado en su economía durante las últimas décadas, con los gobiernos occidentales, sometidos a constantes negociaciones, conflictos, y obligados a combinar y conciliar intereses en cada decisión que toman.
Desde un punto de vista estrictamente cibernético, la superioridad de la forma de gobierno liberal es evidente dado que este cuenta con un mayor número de canales de comunicación y con la capacidad de asimilar un mayor flujo de información. Esto le da ventaja en el cumplimiento de los objetivos establecidos por el sistema político. En el mismo sentido, las salvaguardas y valores liberales (división de poderes, alternabilidad en el poder, respeto a los derechos humanos, libertad de expresión) se traducen en una mayor circulación de la información en la sociedad, lo que puede ser aprovechado igualmente por personas y organizaciones para alcanzar sus objetivos específicos. A este argumento se podría responder que se trata también de un asunto ideológico.
Teóricamente, el enfoque cibernético aporta criterios para evaluar el desempeño gubernamental a partir del uso de la información disponible. No obstante, la experiencia muestra que la información puede ser manipulada, banalizada o monopolizada. No es un recurso puro al servicio de quien la necesite. Tampoco es verdad que la decisión política se nutre exclusivamente del conocimiento técnico para maximizar los resultados sociales. En la realidad, en muchos casos son los grupos de presión los que se valen de su acceso privilegiado a los policymakers para influir en las decisiones y obtener rentas. Igualmente, debe considerarse el hecho que el gobierno es un actor con intereses propios que no necesariamente reflejan los de la sociedad o los criterios técnicos (Downs, 1973).
El mismo razonamiento puede aplicarse a la opinión pública. No existe una “voluntad general” o un interés colectivo que pueda identificarse con precisión. El estado de ánimo de la población con respecto a un tema no es una agregación eficiente de preferencias individuales. No es esencialmente una opinión autónoma de los ciudadanos. La opinión pública es la opinión de grupos e intereses sectoriales con influencia, de influencers que filtran la información y la presentan a su conveniencia, de grupos que piensan de forma parecida y se hacen escuchar (ahora con la ayuda de las redes sociales) aunque sus argumentos sean banales, errados o falsos. En todo caso, la opinión pública es un dato, no una pieza significativa de información para la toma de decisiones políticas.
¿Significa esto que la cibernética es un enfoque inútil? Todo lo contrario. Mientras que la información se reconozca como un factor de poder, un insumo para la decisión, o un factor de aprendizaje organizacional, el enfoque continuará teniendo utilidad teórica como herramienta de análisis.
Conclusión
En este trabajo se expusieron algunas implicaciones del enfoque cibernético para el proceso de decisión política y para la noción del buen gobierno.
La cibernética, tal como la esbozó Norbert Weimer (1985), es el enfoque de la información y el control. Es un modelo unificador en el sentido que abarca procesos sociales y automáticos por medio de conceptos como redes, sistemas y canales. La información es la unidad básica de análisis y su centro de atención está en el restablecimiento de los equilibrios perdidos. La retroalimentación es un proceso que genera aprendizaje, e incluso propicia el cambio en el estatu quo de la red o sistema, cuando los objetivos son modificados como consecuencia de la evaluación de resultados. De allí surgió su amplia aceptación en las ciencias sociales, y en la Ciencia Política en particular. Dirección, decisión, control y fijación de objetivos son ingredientes esenciales del poder y la política.
Se trata de un modelo entre otros muchos. Como dice Dani Rodrik, el conocimiento se acumula horizontalmente, no verticalmente, con nuevos modelos tratando de explicar aspectos no suficientemente abarcados por los más antiguos, pero no necesariamente sustituyéndolos (Rodik, 2015: 67). Cada modelo varía en su utilidad dependiendo de la problemática o del ámbito particular en el que se ubique. Dado que vivimos en la era de la información, con grandes avances en su procesamiento y con aplicaciones tecnológicas asombrosas como la inteligencia artificial, la cibernética podría servir como herramienta de análisis. Tal vez, incluso, podría ayudar a mejorar el desempeño de los gobiernos.
Referencias
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Fernando Spiritto
Director de la maestría en Administración de Empresas y coordinador de investigación de posgrado de la UCAB.