Valentina Oropeza
SUMARIO
Durante varios meses tuve entrevistas a profundidad con los protagonistas de esta historia sobre niños lactantes dejados atrás, cuyas madres se marcharon a trabajar en las minas de oro al sur de Venezuela. Este seguimiento me permitió construir confianza con las fuentes. Gracias a una alianza entre los medios Prodavinci y Univisión, con el apoyo del Pulitzer Center, acompañé a los médicos, junto con un fotógrafo y dos videastas, a un operativo contra la desnutrición infantil en el sur de Monagas, una región de difícil acceso que pocas veces es retratada en la prensa venezolana. Hacernos preguntas editoriales sobre cómo evitar la estigmatización de esas madres y sus hijos fue el gran reto de la investigación. Y también el mayor aprendizaje que obtuve de esta experiencia.
Susana Raffalli había perdido a tres niños el día anterior. Comenzó aquella entrevista contándome que habían llegado al hospital tan débiles por el hambre que fue imposible salvarlos. Evitar que los niños menores de cinco años fallecieran o resultaran malogrados por la desnutrición era justamente el objetivo de SAMAN, un sistema de monitoreo y asistencia nutricional que Raffalli había diseñado y coordinaba para Cáritas Venezuela. Los tres eran lactantes que no recibían pecho, una situación común en el sur de Venezuela, donde las mujeres se iban a las minas de oro y dejaban a los niños atrás, desnutridos y desvalidos, a veces al cuidado de extraños. Ella conocía a unos pediatras en Ciudad Bolívar que habían acuñado un término para definir la sintomatología de aquellos niños. El síndrome del hijo de la mina.
Si me interesaba, podía darme sus números de teléfono.
Conversé por primera vez con los doctores Elvia Badell y Carlos Hernández a finales de octubre de 2020. Se habían instalado en Ciudad Bolívar en 1994 y eran propietarios de una clínica pediátrica, donde habían observado durante casi treinta años cómo la economía del oro incidía en la nutrición de los niños de Bolívar. Cuando los mineros encontraban oro, tenían efectivo para pagar mercados abundantes y consultas pediátricas para sus hijos. Cuando no se revelaba la veta de oro en la tierra, los niños comían lo que alcanzaba y padecían las infecciones en casa o en las minas.
Siempre hubo desnutrición en Guayana, me advirtieron. Siempre las familias pobres, desde padres obreros de las industrias básicas hasta madres solteras, habían tenido dificultades para alimentar a sus hijos. La ignorancia sobre cuán importante era la lactancia materna para el desarrollo físico, intelectual y emocional del niño era generalizada, un fenómeno que había visto incluso el padre de Carlos, uno de los pediatras más reconocidos en Bolívar desde los años cincuenta hasta los noventa. Si la abuela no había dado pecho, era poco probable que la madre que llegaba a la consulta amamantara. Lo que nunca antes habían visto era que las madres dejaran atrás a bebés recién nacidos o en época de lactancia, para marcharse a trabajar en las minas de oro al sur de Venezuela durante la época del Arco Minero. Lo más curioso era que en muchos casos esas madres no regresaran. A veces ni siquiera llamaban para preguntar por sus hijos.
Los pediatras me propusieron acompañarlos a un operativo de despistaje y atención a niños desnutridos en los Barrancos de Fajardo, un pueblo al sur del estado Monagas, sembrado en las márgenes del río Orinoco, donde habían tratado a un grupo de pacientes con el apoyo de Meals4Hope, una ONG que brindaba asistencia contra la desnutrición infantil. Esa zona colinda con el Arco Minero, un área de explotación definida por el gobierno del presidente Nicolás Maduro, donde minas de oro controladas por grupos armados se convirtieron en la mayor fuente de trabajo informal al sur de Venezuela tras el colapso de las industrias básicas.
Propuse el tema a los editores del portal Prodavinci y decidimos postular a una beca del Pulitzer Center en Estados Unidos para financiar el proyecto. Ese respaldo permitió hacer una alianza con el canal de televisión estadounidense Univisión, que aportaría los recursos para hacer un documental.
Mientras esperábamos a que se flexibilizaran las restricciones al tránsito impuestas por el confinamiento contra la COVID-19 para viajar a los Barrancos de Fajardo, los pediatras me enviaban bibliografía sobre la lactancia materna. Me explicaban por qué amamantar durante los primeros mil días determina el crecimiento del cerebro y los huesos, cómo fomenta el apego con la madre y crea el primer ancla afectiva del bebé, o por qué tiene incidencia en la escolaridad y en la capacidad del niño para convertirse en un adulto competente en el ámbito laboral.
Cuando les dije que buscaba recopilar testimonios por teléfono de cuidadores de pacientes con el síndrome del hijo de la mina, la doctora Badell me propuso hacer videollamadas por WhatsApp cuando terminara su consulta con el cuidador de algún niño para conectarme con potenciales fuentes de historias. De esa forma entrevisté a ocho cuidadoras. Algunas eran abuelas y tías de los niños dejados atrás. Una de ellas se llamaba Dalia y no tenía parentesco con los padres de la niña. Criaba a Victoria, la hija de una mujer que había conocido en el Hospital Ruíz y Páez de Ciudad Bolívar cuando la bebé nació. Gracias a este contacto pude seguir las recaídas y recuperaciones de Victoria durante más de un año.
Para acotar la búsqueda de otros casos, el doctor Hernández filtró en la base de datos de las historias médicas de la clínica a los pacientes descritos como hijos de la mina. Este ejercicio hizo posible obtener una lista de veintiún pacientes, con los contactos de sus representantes. Solo pude comunicarme con cuatro de ellos para una primera entrevista, y ninguno accedió a ser retratado o contar su historia en video durante la semana que teníamos previsto ir a Ciudad Bolívar. Los demás figuraban como números que no estaban asignados a ningún suscriptor o las llamadas no podían conectarse. La mayoría eran líneas de Movilnet, la compañía telefónica del Estado venezolano, que carecían de señal. La falta de conectividad se convirtió en una limitación para la reportería.
Llegó el día de viajar a los Barrancos de Fajardo, en noviembre de 2021. Acordé con los médicos ubicarme en la primera estación para recibir a los representantes, registrar los datos de los pacientes, entregarles la historia médica si ya estaba impresa, referirlos con alguno de los especialistas que estuviesen libres (además de Badell y Hernández, también participaron los médicos Morella Sarmiento y Francisco Cárdenas). Estar al inicio del operativo me permitió detectar casos que fueron fundamentales para contar la historia en texto, imágenes (a cargo del fotógrafo Manaure Quintero), y video (con Edwin Corona como director del documental y Stephania Chehade como asistente de cámara).
Antes de hacer las entrevistas, expliqué a cada representante cuál era el alcance de nuestra investigación y para qué sería usado su testimonio, con el objetivo de que firmara un consentimiento para publicar la historia del niño. Ninguno de los cuidadores había tenido contacto recientemente con la madre, así que tomaba decisiones sobre su salud y bienestar sobre la marcha.
En la casa del pueblo donde se organizó el operativo, el equipo de video instaló un set para grabar a los representantes y a los niños con una iluminación que permitiera resguardar sus identidades, mientras los entrevistábamos. Quintero hizo fotos de detalle de los síntomas de la desnutrición para mostrar sus secuelas sin exponer a los pacientes. Todos colaboramos en la logística para que los médicos lograran consultar en pocas horas a cuarenta niños, de los cuales la mitad presentó síntomas de desnutrición.
Las entrevistas a profundidad y el seguimiento durante meses a Dalia, Victoria y los médicos fueron herramientas fundamentales para crear confianza y recabar detalles que permitieran describir la complejidad de las relaciones que se establecen entre los niños, la madre y los cuidadores que se ocupan de ellos. Las discusiones con otros colegas de Prodavinci y Univisión fueron vitales para lograr el objetivo de evitar la estigmatización de las madres por dejar a sus hijos atrás, y por supuesto de los niños.
Los editores de Prodavinci y Univisión, el equipo de video y yo tuvimos numerosas reuniones para definir cómo íbamos a contar la historia en cada formato. El hilo narrativo del documental resultó muy diferente al texto, en vista de que solo contábamos con las imágenes recabadas en el operativo. Los cuidadores vivían en zonas tan apartadas, que la falta de gasolina hizo inviable la posibilidad de regresar para filmarlos en sus casas. Sin embargo, pudimos visitar la de Dalia y conocer el entorno donde estaba creciendo Victoria. Descubrimos que la niña, ya de dos años, compartía la habitación con el abuelastro. La doctora Badell alertó a Dalia que la niña no debía dormir con un adulto, pero ella pareció estar ausente de la gravedad de la advertencia. Durante esa visita, Dalia accedió a darme el teléfono de la madre biológica de Victoria, quien no quiso contestar mis preguntas sobre sus condiciones de vida en las minas o cómo se sentía al dejar a la niña atrás. Los demás cuidadores habían perdido el contacto con las madres.
Una vez que el especial estuvo listo, se diseñó una estrategia de redes sociales para ampliar la difusión de la investigación, junto con el apoyo de las redes del Pulitzer Center. El especial se cerró con una entrevista a Susana Raffalli, donde cuenta su experiencia en la detección y tratamiento de niños desnutridos en zonas del sur de Venezuela por donde las mujeres viajan para llegar a las minas de oro.
En una intervención ante la Academia Nacional de Medicina para presentar el documental y la investigación, en abril de 2022, la doctora Elvia Badell contó que alguien le había dicho que el hijo de la mina tenía otros nombres en otras partes de Venezuela. En Falcón, por ejemplo, le llamaban el hijo de la peluquera, porque las mujeres de esa zona se marchaban en lancha hasta Aruba o Curazao para trabajar como peluqueras y dejaban a los niños atrás. En mi turno de palabra agradecí a los pediatras por abrirnos el acceso a las historias de los niños con el síndrome del hijo de la mina. Y aproveché la oportunidad para recordarles que su colaboración con los periodistas es vital para que podamos contar estas historias.
Valentina Oropeza
Periodista venezolana egresada de la Universidad Católica Andrés Bello en Caracas. Hizo una maestría en Relaciones Internacionales en España y un diplomado en Periodismo y Desarrollo en India. Ha sido reportera de investigación, corresponsal y editora. Dirige la Unidad de Investigación y Datos del portal Prodavinci.