El artículo nos ofrece un análisis del Proyecto de Ley contra el fascismo, neofascismo y expresiones similares que está en discusión en el seno de la Asamblea Nacional. Analizando detalladamente el Proyecto de Ley, a través del ensayo que ofrecemos, llegamos a la conclusión que se trata de un Proyecto profundamente fascista, no solo por la narrativa en que está redactado, sino por los planteamientos que se ofrecen a la hora de detallar los mecanismos para identificar lo que es fascista o neofascista y eso que ambiguamente llama “expresiones similares”.
Si algo es esencial a la democracia es la coexistencia entre distintas concepciones filosóficas e ideológicas, entre diferentes visiones
del mundo. Un sano ecosistema democrático es por definición diverso, heterogéneo, pues la uniformidad en el pensamiento social y político solo puede ser manifestación de pobreza del espíritu o de totalitarismo. Por eso preocupa sobremanera la discusión en la Asamblea Nacional de un Proyecto de Ley contra el fascismo, neofascismo y expresiones similares, que representa en realidad la criminalización genérica de un extenso abanico de doctrinas o posturas políticas que pueden tener poco que ver con el fascismo. No entro ahora a considerar si el fascismo como tal debe ser perseguido y castigado en los términos en que lo hace este Proyecto de Ley. Lo que interesa subrayar en este momento es la ambigüedad e impropiedad de sus normas y la amplitud de las concepciones que quedarían sujetas a castigo penal, incluyendo las acciones dirigidas a difundirlas o aplicarlas.
LA PROSCRIPCIÓN DE IDEAS
El Proyecto, al formular el concepto de fascismo, y después de intentar definir esta “postura ideológica”, establece que:
Son rasgos comunes a esta postura el racismo, el chovinismo, el clasismo, el conservadurismo moral, el neoliberalismo, la misoginia y todo tipo de fobia contra el ser humano y su derecho a la no discriminación y a la diversidad. (art. 4.1)
De tal manera que agrupa con vaguedad varias doctrinas o posiciones, muchas repudiables, pero que por separado no necesariamente se corresponden con aquel concepto. Además, es incorrecto identificar el fascismo con el neoliberalismo, pues más bien el fascismo se ha caracterizado por ser iliberal, por enfrentarse tanto al pensamiento liberal como al comunista. En efecto, dos negaciones típicas del fascismo son el antiliberalismo y el anticomunismo (Payne, Stanley).
La mención del conservadurismo moral causa igualmente perplejidad, si con ello se pretende aludir a la fidelidad a determinadas concepciones morales que puedan apuntalar la preservación del orden social, pues ello alcanzaría a muchas doctrinas no fascistas, amparadas por la libertad de pensamiento o la libertad religiosa reconocidas constitucionalmente. Adicionalmente, si bien el fascismo es en algunos aspectos conservador y, de hecho, estableció alianzas con factores de derecha, al final posee también la nota del anticonservadurismo (Payne), como lo prueba la persecución por el nacionalsocialismo de sacerdotes y otros miembros de las iglesias, que se resistieron a sustituir los deberes de su fe por la adoración a los nuevos ídolos.
Como si esto no fuera suficiente, se penaliza también el neofascismo, entendido como cualquier postura ideológica o expresión que reproduzca total o parcialmente los principios o rasgos del fascismo. Nada se dice por cierto sobre el militarismo y la formación de grupos armados ligados al partido como rasgo del fascismo, ni sobre el principio del caudillaje o la pretensión de invadir las conciencias e imponer una verdad como huella del totalitarismo.
Pero el problema fundamental de este Proyecto no radica allí, en inexactitudes conceptuales, excesos verbales o indeterminación normativa, sino en el propósito explícito de perseguir el pensamiento e implícito de reprimir la disidencia política. En el mejor de los casos es un instrumento que pone seriamente en peligro las libertades de conciencia, opinión, manifestación, asociación y expresión de ideas, y que atenta contra el pluralismo político consagrado en la Constitución como valor superior del ordenamiento jurídico. Precisamente, el artículo 3 del Proyecto, al enunciar los principios y valores rectores de la Ley, hace mención a algunos de los valores superiores del ordenamiento jurídico venezolano señalados en el artículo 2 de la Constitución, pero omite al pluralismo político, solo referido retóricamente en el Preámbulo del Proyecto. La Constitución es enfática al contemplar el pluralismo político dentro de tales valores superiores, porque propugna una democracia perdurable y quiere serlo de todos.
PLURALISMO POLÍTICO Y DEMOCRACIA
La libertad de opinión y expresión es sagrada en un sistema democrático, pero el Proyecto de Ley prohíbe y sanciona la difusión en los medios de comunicación (incluyendo a los electrónicos) de mensajes que se correspondan con las categorías genéricamente enunciadas en su texto. Genera inquietud la prohibición de mensajes que “denigren” de la democracia, sus instituciones y valores
republicanos, ya que podría emplearse para censurar a quienes critiquen la actuación de las autoridades u organismos públicos.
Por otro lado, con suma ligereza la propuesta legislativa prevé la cancelación del registro o la disolución de organizaciones con fines políticos que en sus estatutos o documentos programáticos o en sus actividades invoquen, promuevan o hagan apología del fascismo, neofascismo o expresiones similares, tan confusamente definidos como antes se ilustró. Se otorgan facultades al Consejo Nacional Electoral para cancelar el registro de tales organizaciones y a la Sala Constitucional para decidir sobre su disolución, así como sobre la inhabilitación política de las personas que incurran en esas conductas.
El tema de la cancelación o disolución de partidos políticos es extremadamente delicado en una democracia. La jurisprudencia constitucional comparada apunta en la dirección de evitar medidas de esta índole ante la sola identificación de un partido con una ideología o declaración programática que pueda promover la desestabilización, limitando su adopción a las situaciones en que concurran acciones concretas graves y a la probabilidad real de que impacten seriamente en el sistema democrático. Incluso en Alemania, donde por razones históricas, con el trasfondo del nazismo, incorporaron a la Constitución una norma que permite declarar inconstitucionales y suprimir partidos políticos que propendan a la eliminación del sistema fundamental de libertad y democracia, la jurisprudencia constitucional ha restringido severamente la aplicación de esta disposición. Por otra parte, prohibir un partido neoliberal o uno conservador en lo moral por esta sola definición principista sería un yerro jurídico en cualquier democracia y una violación grave de derechos humanos, al igual que privar del derecho a ser elegido a quienes profesen o divulguen tales doctrinas.
Lo dicho no significa que se tenga un interés especial en propugnar unas u otras de las doctrinas señaladas, sino pone de manifiesto la convicción de que la democracia y la Constitución suponen conceptualmente dejar espacio para ideologías de las que podemos disentir profundamente y estimar francamente erróneas y perniciosas, sin que ello implique que deban ser expulsadas de la arena política. Corresponde derrotarlas racional, pacífica y democráticamente; convenciendo, no usando la violencia institucionalizada del Estado para acortar el campo del debate libre de ideas.
Por distintas vías se ha justificado esta relación inescindible entre democracia y pluralismo político. Sea con apoyo en el relativismo filosófico que algunos postulan, o con base en la adhesión firme a la libertad de las conciencias, el sistema democrático procura dar cabida en el espacio público a las más diversas y contrapuestas concepciones del bien, de la política, del Estado, para confiar a procedimientos inclusivos de carácter electivo, participativo y deliberativo la resolución de los cambiantes asuntos que ocupan la agenda pública. Nuestra Constitución es categórica al exigir la preservación de ese espacio, al proteger el pluralismo político y las libertades de conciencia, pensamiento, manifestación, expresión y asociación y los derechos de participación. Estos resultan lesionados tanto cuando se pretende imponer una ideología para condicionar el ejercicio de derechos, como ha sucedido con las leyes del poder popular y el socialismo, como cuando se quiere excluir impropia y vagamente algunas doctrinas. Obviamente, la Constitución también traza límites a la acción política, representados paradigmáticamente en los derechos humanos, que emanan de la dignidad intrínseca de la persona, pero en una democracia hay que dejar tanto campo como sea posible para que concurran diversas visiones filosóficas y políticas, obligadas dentro de ese marco a convivir, a entenderse, a amansarse –si se quiere– en su radicalidad originaria para permanecer en el terreno pacífico del debate y la alternancia. Es propio de la democracia propiciar la tolerancia activa, que protege las ideas contrarias por el respeto debido a quienes las enarbolan y porque parte de la premisa de que es posible aprender de ellas. Aquella también se distingue por favorecer el diálogo político, pues “… la política es un lugar de compromiso y no de imposición o unilateralidad… sirve para articular el antagonismo y no para eliminarlo” (Innerarity).
UNA MIRADA A LAS LEYES YA VIGENTES
Lo que sea realmente fascismo puede ser perseguido por medio de las leyes ya vigentes. Las acciones violentas están previstas como delito en la legislación, de forma amplia, a veces bajo el paraguas del castigo de la delincuencia organizada. La Ley de partidos políticos, reuniones públicas y manifestaciones faculta en su artículo 29 al Máximo Tribunal de la República para acordar la disolución del partido “… que de manera sistemática propugne o desarrolle actividades contra el orden constitucional”; y la Ley de responsabilidad social en radio, televisión y medios electrónicos prohíbe y sanciona la difusión de mensajes que “… inciten o promuevan el odio y la intolerancia por razones religiosas, políticas, por diferencia de género, por racismo o xenofobia”; o que “induzcan al homicidio” o “inciten o promuevan el incumplimiento del ordenamiento jurídico vigente”, y la Ley orgánica de telecomunicaciones confiere al Ejecutivo nacional la atribución de suspender transmisiones que atenten contra la seguridad o el orden. A lo cual se suma la denominada Ley constitucional contra el odio, por la convivencia pacífica y la tolerancia, que prohíbe y castiga:
[…] toda propaganda y mensajes a favor de la guerra y toda apología del odio político, social, de género, étnico-racial, diversidad sexual, religioso, y de cualquier otra naturaleza que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad, la intolerancia o la violencia. (art. 13).
Asimismo, prevé la prohibición de inscripción y revocación del registro de organizaciones con fines políticos que promuevan o se funden en:
[…] el fascismo, la intolerancia o el odio nacional, racial, étnico, religioso, político, social, ideológico, de género, orientación sexual, identidad de género, expresión de género y de cualquier otra naturaleza que constituya incitación a la discriminación y la violencia. (art. 11)
Se tipifican también sanciones penales respecto de conductas similares. Algunas de estas normas contienen regulaciones excesivamente punitivas u objetables desde los principios de un Estado de derecho y han sido utilizadas para la persecución política, pero en lo que ahora se quiere hacer hincapié es en la existencia de leyes que permitirían hacer frente a conductas como las eventualmente relacionadas con el fascismo.
Lo novedad preocupante que se introduciría por medio de este Proyecto de Ley sería la de autorizar la cancelación o disolución de organizaciones con fines políticos por motivos tan elásticos e impropios como los contenidos en el Proyecto, y la de privar del derecho a ser elegidas a las personas que incurran en las causales señaladas, mediante recurso impugnatorio directo contra la postulación interpuesto ante la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, como forma de inhabilitación extraña a la condena firme de carácter penal exigida por las normas de derechos humanos. Una modalidad similar de inhabilitación ha sido establecida recientemente en la Ley orgánica para la defensa de la Guayana Esequiba.
HERIDAS Y LECCIONES DE NUESTRA HISTORIA
Conviene recordar brevemente algunos de los excesos cometidos en nuestro siglo XX cuando se pretendió proscribir alguna ideología o partido político. Basta con mencionar tres episodios. Comenzando la transición a la democracia, tras la muerte de Gómez, tuvo especial trascendencia la convocatoria a elecciones municipales, primeramente para enero de 1937, en las cuales las fuerzas democráticas, predominantemente de izquierda, obtuvieron bastantes escaños, imponiéndose sobre los factores del statu quo, pero la elección de los candidatos correspondientes fue anulada con base en el inciso sexto del artículo 32 de la Constitución de 1936, alegando que profesaban el comunismo. Algo similar ocurriría luego a nivel de Asambleas Legislativas. Este inciso sexto, incorporado inicialmente en la Constitución de 1928 y ampliado en su alcance restrictivo en la de 1936, proscribía el comunismo y en 1936 también el anarquismo, y dio lugar a graves violaciones a la libertad de opinión, manifestación y expresión. Serviría de fundamento en 1937 para ilegalizar a partidos considerados de izquierda y enviar al exilio a sus dirigentes. El inciso sexto se eliminaría en la reforma constitucional de 1945.
Más tarde, cuando URD principalmente y Copei, con respaldo además de militantes de otros partidos democráticos, ganan las elecciones a la Asamblea Nacional Constituyente en 1952, se comete otra arbitrariedad solapada en el purismo ideológico. Para justificar el fraude de enormes proporciones perpetrado por el gobierno militar, se aduce que AD y el PCV, partidos que estaban ilegalizados, habían apoyado a aquellas organizaciones.
Ya en democracia, la acumulación de acciones violentas a comienzos de los años 60 con el acicate singular del Carupanazo, daría lugar a que se emitiera en 1962 un decreto abiertamente inconstitucional por el cual se suspendió el funcionamiento y se prohibieron las actividades del PCV y del MIR (Decreto 752, publicado el 10 de mayo de 1962), eludiendo la consulta al Congreso sobre una posible suspensión de la garantía del derecho de asociación, ante la probabilidad de que el Decreto fuera rechazado. Ninguna norma constitucional o legal autorizaba al Ejecutivo a dictar medidas de ilegalización de partidos políticos, como tampoco a desconocer la inmunidad de parlamentarios de estas organizaciones, como sucedería luego.
En los tres casos esbozados el abuso de poder fue palmario. Es pertinente recordar las palabras de Alirio Ugarte Pelayo, escritas a raíz de la promulgación, en mayo de 1958, de la Ley Electoral que trazaría la ruta para la reinstitucionalización democrática, con las elecciones del 7 de diciembre de 1958. Como integrante de la Comisión plural que redactó este instrumento, Ugarte Pelayo propuso que: “Ninguna elección podrá ser objetada en razón de la ideología de un candidato o candidata, ni por circunstancias de su adscripción a un partido político, credo religioso o sistema ideológico…”. Esta propuesta no fue aprobada y él se sintió obligado a aclarar públicamente que ello se debió no a una discrepancia de fondo con su planteamiento, sino a que se consideraba obvio que de acuerdo con la Ley no eran admisibles medidas que afectaran por tales motivos a candidaturas o a representantes ya electos. Quiso también explicar que una observación atenta de nuestra historia revelaba que “… toda maniobra contra un grupo o tendencia es el comienzo de una ofensiva general contra los partidos en cuanto tales y, en última instancia, contra la democracia misma, que es un régimen de partidos”.
¿HABRÍA QUE HACER ALGO?
Claro que sí. El país no resiste este clima de zozobra constante, incertidumbre, inseguridad jurídica, conflicto y amenazas; de capas de leyes draconianas que se superponen y aplican selectivamente. Hay que edificar una institucionalidad democrática saludable, con participación de todos. No tiene sentido seguir invocando la paz para ampliar los mecanismos de represión estatal; esta huida hacia adelante hace daño a todos.
Creo que podemos hallar una gran coincidencia en la necesidad de construir, entre todos, la paz que el país reclama, basada en la justicia, el pluralismo y el respeto a los derechos. Urge promover una cultura de paz en democracia, evitando las imposiciones y exclusiones ideológicas, rechazando cualquier forma de violencia y descalificación y persiguiendo los hechos concretos que puedan ser delictivos, con las garantías de debido proceso y de un Poder Judicial independiente. Es un desafío gigantesco que solo arrostraremos en conjunto y gradualmente. Hay instrumentos como el Memorando de entendimiento entre la República Bolivariana de Venezuela y la Plataforma Unitaria de Venezuela y el Acuerdo de Barbados sobre la promoción de derechos políticos y garantías electorales para todos, adoptado en el marco del primero, que establecen pilares para un recorrido compartido de reinstitucionalización democrática. Es urgente retomar con vigor estas conversaciones y abordar los temas planteados por las partes, incluyendo no solo los de índole electoral sino los de carácter fronterizo, económico y social (Acuerdo parcial para la protección de los intereses vitales de la nación). En otros ambientes políticos, universitarios, gremiales, sindicales, productivos, es preciso fomentar la identificación de alternativas para mejorar la situación económica y social, procurar la liberación de personas injustamente detenidas y salvaguardar los derechos humanos.
Si se trata de aprobar nuevas normas, tendrían que ir destinadas no a sobresaturar lo que padecemos sino a abrir nuevos senderos de civilidad y venezolanidad. Podría trabajarse en una Ley para la paz y el pluralismo, con enfoque positivo, dirigida exclusivamente a sumar y a edificar entre todos, no a penalizar. Sería una ocasión para proponer desde distintos sectores iniciativas encaminadas a promover el diálogo social y político, a poner sobre la mesa los reclamos de unos contra otros, en tono sereno y buscando soluciones, a motivar a los jóvenes a involucrarse en los asuntos públicos. Ataquemos la raíz de los problemas, no cortando de cuajo y desechando partidos, actores o corrientes políticas, sino destrabando conflictos, mitigando rencores, abriendo cauces más amplios de participación. Ojalá haya tiempo todavía.
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