Autor: Rafael Duarte
A pesar de todo lo que ocurre en el país, el Festival de Cine de Venezuela volvió a realizarse. Se trata del esfuerzo de la Universidad de los Andes, a través de la Fundación para el Desarrollo de las Artes y la Cultura (Fundearc), conjuntamente con instituciones públicas y privadas que siguen creyendo que sí vale la pena seguir trabajando y haciendo cosas por nuestro cine. Y como nos dice el autor del artículo: “A pesar de la crisis que atraviesa el país, el trabajo titánico que realizan todas las personas involucradas en la industria cinematográfica demuestra el amor y apuesta por esta nación”.
Entre el 3 y el 9 de junio del presente año se realizó el XIV Festival de Cine de Venezuela en la ciudad de Mérida. El evento estuvo organizado por la Fundación para el Desarrollo de las Artes y la Cultura (Fundearc) de la mano con la Universidad de los Andes (ULA) y otras instituciones públicas y privadas que colocaron en competencia diecinueve películas de las cuales siete llegaron como óperas primas, además de una decena de cortometrajes para el concurso de Cine Átomo.
Entre los largometrajes en competencia estuvieron: Abril, Ámbar, Bárbara, Caribian Drim, El hijo del presidente, Hijos de la sal (ganadora en la categoría Mejor Película), El vampiro del lago (ganadora en la categoría Premio del Público), Las pieles, El Dicaprio de Corozopando, Primavera en Petare, Yo, mi ex y sus secuestradores, El Silbón: orígenes (ganadora en la categoría Premio de la Prensa), Muerte en Berruecos, Translúcido, Interferencia, Uma más allá del amor, Papita 2da base y La familia (ganadora en la categoría Ópera Prima).
El homenajeado del festival fue Diego Rísquez, el fallecido realizador caraqueño de cintas como Manuela Sáenz, Francisco de Miranda, El malquerido y Reverón.
El evento también contó con una serie de talleres para la dirección de óperas primas, la dirección de actores, eventos en el extranjero, cine crossmedia y el color en la postproducción.
El eterno dejavú
El último día de proyección decidí entrar a ver La familia de Gustavo Rondón, que más tarde ganaría como mejor Ópera Prima en el festival. Antes de llegar al lugar de proyección comencé a revivir una seguidilla de eventos y contratiempos como los de hace dos años: de nuevo, los apagones eléctricos y las largas colas para adquirir algún producto alimenticio rememoraron el festival donde Diego Rísquez conseguía el premio de mejor película con El malquerido.
Esta vez los problemas de cobertura, el poco transporte público, la falta de efectivo y uno que otro detalle en la organización del festival, hacían diferencia de aquel efímero recuerdo.
Dispuesto a ver la película de Rondón, entré a la sala con un gran número de participantes quienes no habían podido estar en la proyección anterior. Noté que la sala se había llenado a la mitad y, emocionado como muchos, esperé que iniciara el filme.
Se apagaron las luces y de pronto comenzaron a aparecer los intertítulos de quienes patrocinaron la cinta, hubo un silencio profundo en el público y empezó la primera escena: se veían niños sin franela jugando con una pelota que era lanzada contra una pared grisácea en algún barrio de Caracas. Siguió la segunda escena: dos o tres niños jugando a las armas desde una azotea, tal vez en el mismo barrio de Caracas donde jugaban los niños a la pelota. De pronto a mi alrededor alguien rompió el silencio y gritó: “¡No se escucha nada!”
Indudablemente la cinta había comenzado con problemas de audio, pero como buenos ciudadanos, porque en realidad somos muy buenos ciudadanos, solicitamos amablemente que arreglaran el problema y de inmediato volvieron a colocar la película, aparecieron de nuevo los intertítulos, los niños jugando a la pelota, y, como si fuera un dejavú, la cinta continuó sin audio. Así que de nuevo volvimos a solicitar reiniciar la proyección, pero de nuevo todo siguió igual.
El filme comenzó por cuarta vez sin audio y quienes estaban a mi alrededor comenzaron a murmurar diciendo: “Ayer la cinta tuvo los mismos problemas, pero pudieron verla”. Y de pronto, por quinta vez, ya no hubo más imagen en movimiento, quedando solo el audio con la gritería de los niños y el sonido de la ciudad. En ese momento salió el operador y dijo: “Señores la función se acabó, la película no se proyectará más”.
Quienes asistimos a la proyección sabíamos que la película era una de las favoritas para ganar por el número de premios y reconocimientos nacionales e internacionales que había alcanzado. En medio de la molestia colectiva, algunos decidieron irse a otras salas y otros se quedaron fuera del recinto con un sentimiento de disgusto por no poder ver el filme.
En medio de esa situación, conocí a Manuel Manrique, un joven universitario que viajó con su amiga desde Caracas para defender un corto, pero debido a contratiempos, propios del camino, no se pudo presentar quedando descalificado y sin derecho a protestar. Me dijo que de los tres días de cine solo pudo llegar para ver La familia y para su infortuna, no se concretó la proyección.
Indignados, los universitarios criticaron duramente el festival, pero al mismo tiempo reflexionaron sobre la necesidad de potenciar el evento de cara a las próximas ediciones.
Antes de despedirnos Manuel me habló de su cortometraje de ficción titulado Bolas criollas, donde aborda el conformismo del venezolano llevado al extremo. Me dijo que la obra todavía no está en la web, porque está recorriendo distintos festivales.
Al cabo de un tiempo me di cuenta que todos a nuestro alrededor se habían ido: una gran partehabía salido del recinto y otros pocos se habían sumado a otras proyecciones; y como si todo fuera parte de ese eterno dejavú, hubo el mismo problema en la proyección El vampiro del lago, donde posiblemente alguien haya narrado una historia similar como la que ahora cuento.
La familia
Mientras me iba pensaba en la fallida proyección de La familia y en la indignación de Manrique como la metáfora de la situación país, como si fuera la escena del día después de los comicios de mayo, donde nadie protestó y todo quedó allí.
Luego de aquella molestia colectiva, hubo una resignación infinita tal vez con la idea de que era mejor irse a otra sala como se están yendo miles
de venezolanos de este país. Pensé: “Nos estamos acostumbrando a aceptar cualquier realidad”. Sin embargo, el reconocer que estamos fallando y que podemos mejorar, porque sabemos que tenemos con qué, me dio esperanza.
Estefany Farías, coordinadora de prensa del Festival de Cine me comentaba que tras cubrir por cinco años consecutivos el evento, ha notado cómo ha habido una mejoría significativa en la calidad de las películas. Emocionada agregaba que a pesar de la crisis, tener diecinueve obras en competición es una forma de decir: “Seguimos apostando por Venezuela”.
Los que conocemos el oficio del cine en Venezuela sabemos que nunca ha sido una tarea fácil, y en medio de esta fuerte crisis, que cineastas como Jackson Gutiérrez o José Gregorio Hernández regresen cada año con nuevas películas, o incluso que actores como Irving Coronel te digan que están participando con cinco títulos en el festival, más que un trabajo titánico en términos de realización, es una labor de vocación y de apuesta por el país que se debe valorar y apoyar con todos los medios.
Aunque no supe de qué se trataba la película de Gustavo Rondón, al hablar con Manuel, Jackson, José Gregorio, Irving y Estefany, reafirmé que es necesario ganar los espacios públicos y cinematográficos para potenciar lo bueno de este país, y si en algo coincidimos es que ahora más que nunca debemos unirnos como familia para reconstruir esta hermosa nación, sin tantos discursos políticos de personajes de ciencia ficción.