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AUTOR: Humberto Valdivieso
El ensayo nos ilustra –con ejemplos– de manera filosófica, incluso sociológica y psicológica, cómo las redes sociales se han venido convirtiendo en espacios muy privilegiados para todo tipo de opiniones y análisis en todos los campos del saber. Surgen los nuevos intelectuales en cualquier tema. Desde allí surge una nueva forma de diálogo: Jalpa. Un generador de ruido cuyo único deseo es escucharse a sí mismo y crear una atmósfera de prejuicios con validez universal.
El cine “no sólo reprime el valor cultural porque pone al público en situación de experto, sino además porque dicha actitud no incluye en las salas de proyección atención alguna. El público es un examinador, pero un examinador que se dispersa”.
El filósofo alemán Walter Benjamin escribió esta idea en su famoso ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, en 1936. Ochenta años después, el problema del público y la dispersión está vivo en la cultura de masas. Internet pareciera haber puesto, no a ese “público” del siglo XX –que tenía unas características particulares–, sino a cientos de millones de cibernautas del siglo XXI en situación de expertos.
Las redes sociales se han convertido en los espacios predilectos para el intercambio de opiniones, la crítica social y política, la exhibición de trabajos humanísticos y científicos, el reencuentro entre personas y la generación de tendencias en el consumo masivo. Esto, sin dudas es un avance para la humanidad. Pero, también son el nuevo contexto de ese “examinador que se dispersa”.
—¿Mamelucos? -terció Alain-. ¿Qué carajos significa la palabra “mameluco”?
—Sí, mamelucos -respondió el Aceitoso, me encanta esa palabra, siempre la uso. Algún día sabré lo que significa.
Fedosy Santaella
Hordas de nómadas virtuales han asumido el papel de “doctos” en cualquier tema. Su actitud es paradójica y tóxica; se desviven por consumar una mezcla imposible: conocimiento y velocidad. Nunca detienen su marcha para contrastar, sin apuros, las palabras con las condiciones del mundo al cual se refieren. Su verdadero territorio es la dispersión. Su vocación es el saqueo y el linchamiento. Están negados a reconocer límite alguno y no tienen parámetros a la hora de cargar contra cualquier tema o personaje vigente en el paisaje mediático global. Son los nuevos bárbaros. Carecen de pudor al momento de comentar, criticar o explicar; no importa si se trata de asunto complejo o trivial. Bien sea la encíclica Laudato si’ del papa Francisco, las amenazas de Kim Jong-un, la extinción del tigre de Bengala, la mala suerte de Leo Messi en la selección argentina, la represión en Venezuela, la serie Juego de Tronos, el culo de Kim Kardashian, las crisis de los refugiados en el mundo entero o la mecánica cuántica; ese “examinador que se dispersa” siempre dirá algo.
Algunos intelectuales contemporáneos han tomado la batuta de manos de Benjamin para arremeter contra esta popularización de la doxa. Mario Vargas Llosa, siguiendo a Van Nimwegen, alertó sobre un peligro latente en la revolución de la información: “Cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos”. Javier Marías afirmó que Internet, pese a tener “cosas maravillosas”, por primera vez organizó la imbecilidad: “Hubo imbecilidad siempre; imbéciles iban al bar, hacían públicas sus
imbecilidades, pero es ahora cuando se organizan, con gran capacidad de contagio”. Para Zygmunt Bauman: “Las redes sociales son una trampa”. Umberto Eco se refirió a cómo legiones de “idiotas” han adquirido el derecho de hablar en las redes sociales: “Si la televisión había promovido al tonto del pueblo, ante el cual el espectador se sentía superior, el drama de internet es que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad”. Günter Grass le dijo a sus nietos: “Una persona que tiene quinientos amigos, no tiene amigos”. También se planteó: “La idea de tener un teléfono móvil y estar accesible todo el tiempo, y bajo vigilancia, es detestable para mí”.
Jorge Luis Borges en su cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius –escrito mucho antes de la era de las redes– atribuyó la siguiente idea a uno de los heresiarcas de ese extraño mundo llamado Uqbar: “Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”. Hoy las redes sociales multiplican el número de las voces y los datos, y por ende el de los bárbaros-expertos. Eso también ha llegado a ser abominable. Más aún si tomamos en cuenta cómo detrás de la simulación de experticia proliferan actitudes abyectas.
Pujya Swami Dayananda, maestro y comentador del Bhagavad Gita, habla de cuatro tipos de diálogos. Me voy a referir a dos de ellos. Uno ocurre entre personas interesadas en descubrir la verdad. Todos los participantes exploran, debaten; quieren aprender. Este se llama vãda. En un mundo ideal, el espíritu de esa forma de diálogo recorrería las redes sociales. Sin embargo, esto no ocurre así. Su presencia es aún muy limitada en el ciberespacio.
La multiplicación de los bárbaros con actitud de expertos, a niveles jamás conocidos en la historia de la humanidad, ha colocado en el centro de nuestra cultura mundial otro tipo de diálogo: jalpa. En él suelen participar personas aferradas a sus creencias; no se escuchan una a la otra. Simplemente hacen un despliegue de ingenio personal cuyo único destino es la vanidad. Este es el principio del fanatismo: un modo de ser cada vez más extendido en nuestra civilización del espectáculo.
El nuevo “examinador que se dispersa” es ese fanático inmerso en el modo de interacción regido por jalpa. Se trata de un generador de ruido cuyo único deseo es escucharse a sí mismo y crear una atmósfera de prejuicios con validez universal. Semejante personaje está narcotizado por el vaho de sus opiniones tóxicas. Y, desquiciado por los efectos, no para de hablar y lanzar escupitajos: esas son las huellas de su ego desbordado, pero carente de una lectura sufrida en el tiempo. No lo arropa un mínimo de reflexión. Para este titán de las redes lo importante es opinar en tiempo real, ser veloz, sobresalir, dar un “tubazo”: ser un pequeño Donald Trump o un Maradona sin balón. Su presencia multitudinaria en el contexto de la mundialización ha hecho de las redes un lugar indigesto, un Paisaje de la multitud que vomita. Pero no por placer o inocencia. Como ocurre en el poema de Lorca:
“Son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora los que nos empujan en la garganta”.
El de estas multitudes de fanáticos-bárbaros:
“No es el vómito de los húsares sobre los pechos de la prostituta, ni el vómito del gato que se tragó una rana por descuido.
Son los muertos que arañan con sus manos de tierra las puertas del pedernal donde se pudren nublos y postres”.
Jalpa, como condición de la cultura contemporánea, es parte del “efecto del medio”; así lo podemos entender desde Marshall McLuhan. No obstante, su modelo es derivado del presentador charlatán, del político irresponsable y del cómico de radio y televisión. Estos personajes suelen destruir sin piedad el trabajo o la reputación de otros mientras exaltan su identidad trastornada. Son similares a quienes Roberto Echeto encuentra como sujetos “dados al autobombo”. Esta alucinación de auto-referencialidad es colectiva y de ella no escapan humoristas, periodistas, economistas, filósofos pop, escritores, estudiantes, cocineros mediáticos, actores, políticos, académicos y otros personajes dados a la opinión pública.
La característica dispersión de estos nómadas no está anclada a la palabra, la imagen es tal vez el soporte más potente del narcisismo contemporáneo. La cultura selfie por igual es un espacio para la democratización de las identidades y la expansión de la diversidad, como un reflejo de la narcosis del ser humano frente a la tecnología móvil. Siguiendo la idea de McLuhan, en este contexto es posible hablar de humanos convertidos en “servomecanismos” de las aplicaciones para redes sociales. El estrés producido en el siglo XXI por la socialización partout provoca el encierro de millones de personas en su propia imagen. Esto, viene acompañado de cierta furia hacia la imagen y la opinión del otro, y al encierro en el consumo desmedido de la data propia. Es decir, la aparente socialización termina por convertirse en la construcción de una “mitología del sí mismo”, una cerca eléctrica erigida para suprimir la posibilidad de abrirse a los demás.
La presión del medio sobre el narciso digital es enorme. Su ansiedad por convertir la medianía de la vida cotidiana en un evento espectacular provoca en él una irritación total. La urgencia desmedida de placer, a fin de contener esa irritación producida por el estrés tecnológico, le cierra las puertas al mundo exterior. Narciso se vuelve el Minotauro de su laberinto digital. No hay hilo, no hay Ariadna. Si para McLuhan, el ser humano termina constituyéndose en los órganos sexuales de la máquina, el software viene a convertirse en la lógica de las rutinas sexuales. En este sentido, si el aparente intercambio social de la cultura selfie es en realidad una clausura, solo hay masturbación: onanismo digital.
El “examinador que se dispersa” ha hecho de las redes el reality show de la mitología del sí mismo. También el foro de sus rabias y sarcasmos. Esto tiene un antecedente, viene de las ingeniosas maromas de los medios radioeléctricos donde, para José Emilio Pacheco, “Cámaras y micrófonos testimonian qué triste y sórdida es la existencia humana”. En un mundo dominado por jalpa las únicas opciones parecen ser la gloria o la destrucción. Nadie escucha. Nadie quiere ser pequeño o dibujarle ciertos límites a la ansiedad. Nadie se atreve a decir como J. Alfred Prufrock:
“¡No! No soy el príncipe Hamlet, ni tenía por qué serlo;
soy un noble del séquito, uno que sirve para hacer bulto en una comitiva,
empezar alguna que otra escena,aconsejar al príncipe: sin duda,
un fácil instrumento,respetuoso, contento de ser útil,
político, cauto y meticuloso; lleno de elevado fraseo, pero un poco obtuso;
a veces, incluso, casi ridículo a veces, casi, un bufón”
Sin embargo, la doxa electrónica desplegada por jalpa termina frustrando el espíritu de las multitudes fanatizadas. Y aunque los bárbaros jamás se resignan a no ser reconocidos, posiblemente sufren en privado sus fracasos. La zozobra por sobresalir les hace pasar horas manoteando al vacío. A su alrededor no hay apertura, ni diálogo,
ni serenidad: solo hay otros bárbaros adulando sus propios prejuicios o maltratando las creencias de los demás.
El contexto es duro, suele devolverles un revés. Al final del día quizá repitan, sin saberlo, las palabras de Prufrock:
“He oído a las sirenas cantándose unas a otras.
No creo que me canten a mí”.
Esto le ocurre al narcisista digital porque en las redes funcionan dos principios contrarios a sus apetencias:
1. El cuerpo, exhibido hasta la pornografía pierde consistencia y deja de ser deseado.
2. Las creencias y los mitos, manoseados sin un ápice de Eros, terminan en el cliché y el ruido.
También podemos señalar un tercero, si tomamos en cuenta las ideas de Roland Barthes sobre el lenguaje:
3. De tanto hablar, las palabras se anulan por adición y solo queda un mensaje fallido: el farfulleo.
La dimensión colectiva del jalpa electrónico es una pandemia: afecta a todos. Cualquier identidad individual se hace indiscernible del contexto. El bárbaro es la sombra de la cultura inmaterial. Ese “nuevo examinador que se dispersa”, y su violento nomadismo, son product de la nueva “edad de las tinieblas”. Sobre su destino el poeta José Emilio Pacheco lanzó una advertencia: “Pronto acabarán con él la insoportable convivencia y el tedio de que nuestras vidas sean en el fondo tan iguales. Todos queremos lo mismo y hacemos cosas terribles para lograrlo”. Lo hizo conmovido por el reality show contemporáneo y su capacidad de “convertirnos al fin en la viva imagen muerta de lo que siempre hemos sido bajo apariencias y disfraces”.
NOTA: Una versión de este ensayo fue publicada anteriormente. Aquí ha sido ampliado y revisado para la revista Comunicación.