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AUTOR: Moraima Guanipa
En un presente en el que los ciudadanos son capaces de procurarse información por su cuenta y difundirla gracias al cada vez más globalizado uso de Internet y las redes sociales, e incluso cuando los desarrollos tecnológicos de la Inteligencia Artificial anuncian noticias automatizadas, el papel del periodista resulta vulnerable y para muchos irrelevante. Ante este panorama que arrastra tanto a periodistas como a los propios medios, buena parte de las respuestas podrían encontrarse en la esencia misma del periodismo: la ética. En el presente trabajo analizamos algunos de los rasgos que definen estos desafíos y pasamos revista a exigencias éticas que, lejos de diluirse, afloran como antídotos en tiempos de noticias falsas, opacidad informativa y versiones interesadas.
Para muchos, la palabra crisis llegó para quedarse en el periodismo del presente de la mano de los imparables cambios tecnocomunicativos que trajeron consigo Internet y las tecnologías de la información y de la comunicación (TIC). De hecho, ya es un lugar común utilizar términos como cambio, crisis, dilemas, retos, desafíos, para hablar de estas transformaciones y del momento crítico que se vive al interior de los medios de comunicación y de la misma profesión periodística.
“En la era digital la ética es la única razón de ser del periodismo”.
Josep María Casasús
“Las herramientas cambian, el buen periodismo no”
clasesdeperiodismo.com
El poder de Internet estriba en su capacidad como red interactiva de integrar en un mismo sistema distintas modalidades de la comunicación humana: lo escrito, lo oral, lo audiovisual (Castells, 1996), lo cual significó un cambio verdaderamente paradigmático para los medios y sus modelos de negocios alimentados precisamente desde la especialización en una o acaso dos modalidades (prensa escrita, radio, por ejemplo). En el plano mediático la red concentra la inmediatez de la radio, lo audiovisual de la televisión y la lectura de la prensa escrita; es hipertextual y multimedial. Estas posibilidades cambiaron el perfil de las empresas mediáticas, y también de la profesión. Por una parte, produjeron la convergencia de medios y llevaron al periodista, en un primer momento, a preparar contenidos a la carta, para que el usuario seleccionara
lo que le conviniese (Cantavella y Serrano, 2004), a lo cual siguió una etapa en la que los usuarios modifican la información presentada, e incluso crean y mantienen sus propios medios (Morales Vargas, 2006).
A comienzos del presente siglo, los periodistas Jean-François Fogel y Bruno Patiño, en su libro La prensa sin Gutenberg (2005), al analizar los cambios que se sucederían en el periodismo y particularmente en la prensa escrita advertían: “El periodismo, sea el que fuere su soporte, corre el riego de trivializarse. Ya se esfuerza por evitar que su voz se confunda con el resto de los flujos de la comunicación: distracción, propaganda, comercio, publicidad, educación, arte” (p. 74). Hoy encontramos señales ciertas del cumplimiento de su vaticinio: a la progresiva migración de los medios hacia los formatos digitales y a los problemas de rentabilidad generados por los cambios en los patrones en el consumo informativo y de medios, se suma la pérdida de centralidad de estos y de los periodistas como referencias del acontecer informativo de nuestro tiempo.
En 2010, el periodista, bloguero y teórico francés Francis Pisani, en un seminario organizado por la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), realizado en Cartagena, Colombia, sintetizaba algunas de las modificaciones y riesgos a los que se enfrenta el periodismo en Internet:
- Exceso de información.
- Capacidad para esconder la identidad.
- Capacidad para modificar documentos digitales.
- Plagio y copy paste.
- Facilidad para propagar rumores.
- Confiabilidad de las fuentes.
- Periodistas y no periodistas informan.
- No es claro el modelo económico de las publicaciones online.
- La capacidad para hacer daño es enorme. La transparencia es la nueva objetividad. (FNPI, 2010)
Lo anterior tiene lugar en un marco en el que la credibilidad de los medios es un valor a la baja, acentuado por las noticias falsas (fake news). Bien lo indica Jesús María Aguirre, al glosar al periodista español José María Izquierdo: “Se han desdibujado los límites y orientación de los géneros orientativos de ficción y realidad, rumores e información comprobada, información y publicidad, etc. La explosión comunicativa se ha dado en detrimento de la confiabilidad” (2014, p. 16).
La crítica, la desconfianza hacia medios y periodistas ha venido en aumento en diversas partes del mundo. En un estudio reciente realizado por la Unesco (2017), se destacaba que la mengua de la confianza pública en los medios de comunicación, sumada a un incremento de la crítica “altamente hostil” también por parte de líderes políticos, traía consigo el riego de alentar intolerancia hacia los mensajes, además de socavar la credibilidad de todo el periodismo.
Esta vulnerabilidad en el quehacer periodístico se acrecienta con la entrada en competencia de otras prácticas comunicativas e informativas (en redes sociales, bitácoras o blogs) que circulan vía Internet y en la Web 2.0. ¿Qué lugar tienen el periodismo y los periodistas en un mundo que como el de Internet y las redes sociales precisamente disuelven fronteras discursivas y para algunos relevan la intermediación?
El periodista también parece haber perdido su lugar como emisor confiable de información. Pero cómo si no, cuando encontramos noticias falsas; fragmentación informativa; censura y autocensura; opinión y propaganda disfrazadas de información periodística; disolución de las fronteras entre los mensajes informativos y los mensajes publicitarios que aumentan el saldo negativo de la pérdida de credibilidad en los medios y periodistas.
A la manera del argumento de la película Alien: el octavo pasajero (1979), el periodismo encara a esta suerte de alienígena nacido dentro del propio cuerpo de esta práctica profesional. Así, surgen estas amenazas que cada día contribuyen a minar desde lo interno la calidad del trabajo periodístico. ¿Su primera víctima? la práctica profesional ¿Su principal antídoto? La ética periodística. Porque el principal anticuerpo que tenemos los periodistas para enfrentar las crecientes amenazas y distorsiones que se ciernen sobre el oficio es precisamente la recuperación y la reafirmación de las bases éticas sobre las que se cimenta la delicada y cada día más urgente tarea de informar a la colectividad.
No se trata, pues, de pensar en una ética distinta o nueva para el entorno mediático digital y de las redes sociales, sino de fortalecer el camino andado en este sentido, como sostienen Restrepo y Botello (2018):
A pesar de los cambios tecnológicos, los principios de búsqueda de la verdad, de dar voz a los que no tienen, de ser responsables de lo que hacemos, de actuar con independencia y transparencia ante nuestras audiencias, deben seguir guiando el trabajo periodístico. De esta forma se podrá seguir fortaleciendo el valor principal del periodismo: su credibilidad, un valor fundamental ante el nuevo ecosistema mediático del siglo XXI (2018, p. 32).
De la pervivencia de un profesional necesario: El periodista
La expansión de Internet y de las redes sociales con sus cada vez más diversificados espacios de interacción, diálogo e información en tiempo real, conducen a pensar que medios y periodistas han dejado de ser los emisores privilegiados de la información pública. El público dejó de delegar en medios y periodistas las funciones de recogida y difusión de informaciones.
Autores como Kovach y Rosenstiel (2004, p. 34) sostienen que estamos en un momento en el que con el uso de Internet, cualquiera puede ejercer de reportero o comentarista y el ciudadano, el consumidor puede convertirse en un prosumidor, en capacidad de difundir y también consumir información. Esta es una de las lecciones a las que aluden Restrepo y Botello: “los periodistas ciudadanos nos han hecho caer en la cuenta de que lo que se venía haciendo no era el periodismo que se debe hacer, es un periodismo que puede hacer cualquier persona con ayuda de la tecnología digital: el trabajo periodístico es más exigente que eso” (2018, p. 24).
Sin embargo, Internet no suplanta la labor reporteril, dado que como afirma Alma Guillermoprieto (FNPI, 2010) es el periodista el llamado a producir información verificable. Por fortuna, sostiene Aguirre (2014): “El mundo todavía necesita que alguien cuente las historias que llenan todas las vidas y todos los momentos de esas vidas […]. Pero queremos que esa labor la ejecuten unos profesionales que conocen los mecanismos para reflejar con rigor esos mundos, esas historias (eficacia, habilidad, rigor y amor al oficio)” ( p. 5).
El periodista no es un simple intermediario o mediador entre los hechos y el público. Es un intérprete, un profesional que describe la realidad social, contextualiza y ofrece pistas para comprender la complejidad de los fenómenos que nos afectan (Real, Agudiez y Príncipe, 2007). Esta perspectiva resulta clave en un tiempo en el que parecieran rendir buenos frutos las tendencias según las cuales la labor periodística se reduce a servir de correa de transmisión entre lo que acontece y el público, una tarea que, como bien propugnó por décadas la llamada Doctrina de la Objetividad, proveniente de la influencia del periodismo estadounidense, se limitaba a una suerte de correveidile en nombre de una información pretendidamente aséptica que alimentaba la industria de la prensa moderna (Álvarez, 1978).
Esta visión simplista, herencia de la preceptiva objetivista, que en el mejor de los casos apuntaba a garantizar el cumplimiento de una misión informativa básica, sin matices personales por parte de los periodistas, abona todavía hoy en favor de los criterios que ven relevada la figura del periodista y su papel en la sociedad del presente, visto que son los propios ciudadanos quienes ahora pueden hacer uso directo de dispositivos y soportes para informar(se). Sin embargo, esto conduce no solo a confusiones respecto al periodismo y su función social, sino que también lleva al peligroso terreno de la suspensión o el adelgazamiento de la opinión pública. En palabras de Jesús Martín Barbero:
Estamos ante la más tramposa de las idealizaciones, ya que en su celebración de la inmediatez y la trasparencia de las redes cibernéticas lo que se está minando son los fundamentos mismos de ‘lo público’, esto es, los procesos de deliberación y de crítica, al mismo tiempo que se crea la ilusión de un proceso sin interpretación ni jerarquía, se fortalece la creencia en que el individuo puede comunicarse prescindiendo de toda mediación social y se acrecienta la desconfianza hacia cualquier figura de delegación y representación (2007, pp.87 y 88).
En modo alguno se plantea desconocer la capacidad comunicativa y la potencia democratizadora de la interacción que propician Internet y las redes, ni mucho menos reducir la discusión a la mirada dicotómica que enfrenta al periodista profesional con el ciudadano que difunde información. Por el contrario, lo que cada vez más se requiere es de la colaboración y la complementariedad de roles. Ya lo destacaba hace unos años Manuel Castells:
Así ha surgido un periodismo en red en el que es el conjunto de la red el que produce y distribuye la información, donde colaboran múltiples especialistas y donde la autenticación de la información se hace esencial. Dicha evolución no disminuye el papel del periodista profesional. Al contrario. Alguien tiene que integrar e interpretar toda esa información en tiempo real. Ese alguien es un profesional preparado para hacerlo y con independencia de criterio. Lo que no quiere decir neutralidad (que no existe y que además aburre), sino rigor y transparencia sobre la perspectiva desde la que se informa. Lo que le queda al periodismo profesional en un mundo inundado de información es la reputación profesional y la calidad del análisis. Si el periodismo no responde a estos dos criterios entonces sí podremos hablar de crisis del periodismo
profesional (Castells, 2013).
Incluso, si se proyectara con pesimismo un futuro distópico en el que las computadoras, los programas robots y los avances de la inteligencia artificial desplazaran a periodistas en la tarea de buscar y proveer de información a la sociedad, la exhaustividad en la verificación informativa, la calidad del análisis y la solvencia profesional garantizarían la vigencia de la misión del periodismo.
Para salir de este camino que parece no tener retorno, al periodismo y a los periodistas nos toca volver a las raíces para reencontrar la misión de un oficio cada vez más vigente en sociedades como las nuestras, marcadas por la desinformación, los rumores, la opacidad informativa y la acción interesada de los grupos del poder político y económico.
Distintos autores (Morales Vargas, 2006; Aguirre, 2014; Pineda, 2015; Morales, 2018) coinciden en resaltar la cada vez más necesaria función social que cumplen medios y periodistas en su tarea de ofrecer información contrastada y verificada: “hoy son más necesarios que nunca los medios de comunicación y periodistas fieles a su función democrática, a su responsabilidad ética y sus compromisos morales de autonomía, independencia y conciencia crítica” (Morales, 2018).
En este mismo sentido apunta Alejandro Morales Vargas (2006), cuando defiende que la participación ciudadana y la fuerza cambiante de las TIC son una realidad cotidiana, con lo que ello supone de apertura a los procesos de retroalimentación con las audiencias y de democratización en la emisión informativa, que “en nada hace variar el papel del periodista como profesional que informa, interpreta y opina en la sociedad con criterios de precisión y calidad, ni menos aún hace bajar la guardia frente a los estándares de calidad, la veracidad y el compromiso con la ética”.
Hoy por hoy, Internet y las redes sociales son los espacios por excelencia en los que circulan grandes volúmenes de información, incluyendo la producida por medios y periodistas, y es allí donde diariamente se accede a las noticias a través de las redes sociales, como lo señala el más reciente informe del Centro de Investigaciones Pew (Pew Research Center). Los resultados de este estudio realizado en 38 países alrededor del mundo, incluido Venezuela, indican que en su mayoría el acceso a las noticias a través de los sitios de redes sociales es casi exclusivamente una actividad de los jóvenes (2018, p. 32). Esta institución, con base en los Estados Unidos, también realizó anteriormente un difundido trabajo demográfico en el que se definió como “milénial” (Dimock, 2018) a la franja etaria constituida por personas nacidas entre 1981 y 1996.
El estudio del Centro de Investigaciones Pew deja ver cómo en el caso venezolano casi la mitad de las personas consultadas (47 %) son jóvenes entre los 18 y 29 años de edad, seguidos (42 %) por personas entre los 30 y 49 años y una minoría (12 %) de los consumidores de Internet y de noticias en redes sociales tienen 50 o más años (Pew Research Center, 2018, p. 38). Si se sigue este criterio generacional, que enfatiza en los usos diferenciados de las TIC para describir la cultura digital, cabría tener presente que buena parte del periodismo de nuestro tiempo se difunde y consume en clave “milénial” y digital.
En tal entorno de aluvión información y opinión que son las redes sociales, desde el comienzo de este siglo se viene planteando la necesidad de fortalecer el papel del periodismo y de los profesionales de la información como garantes de la calidad y veracidad de los contenidos informativos. Para ello se requiere lo que Josep Maria Casasús (2001) llama el compromiso ético en el sentido aristotélico, una ética del mensaje y una ética de los emisores que para este catedrático español comportan los principios a los que tradicionalmente ha estado obligada a cumplir la profesión.
Estamos frente a la exigencia “de un compromiso ético mucho más firme, más efectivo que el contraído hasta hoy por la profesión y por la teoría académica” (Casasús, 2001, p. 50). Y no me refiero a que el tema planteado se asuma como una épica de la ética, ni como una cruzada puesto que lo planteado es parte consustancial de todo quehacer periodístico.
La ética en tiempos de opacidad informativa , rumores, y noticias falsas
Responder a los desafíos de la profesión desde una perspectiva ética obliga a reivindicar y dar sentido al tácito acuerdo entre la sociedad y el periodismo como garante de la difusión de informaciones de interés y relevancia que le permita a la gente formarse su propia opinión, tomar decisiones y participar en la vida pública. Real, Agudiez y Príncipe (2007) han señalado con propiedad que la delegación que hace la sociedad en los periodistas para la búsqueda, recogida, procesamiento de la información de interés público, supone un compromiso profesional así como un compromiso social “de cumplir adecuadamente con los requerimientos de la información periodística, porque si no lo hacen así están dejando a los ciudadanos desamparados en el disfrute o ejercicio del derecho a la información que les corresponde” (p. 198).
La ética es un criterio esencial del periodismo y de su calidad, independientemente del soporte o la plataforma en el que se difunda. De allí que sea constitutiva de una práctica profesional, de su enseñanza e incluso del marco deontológico y normativo que rige la profesión1. Y es que las decisiones del periodista, incluso las más cotidianas en su quehacer como la escogencia de un titular o la organización de su material informativo conllevan un alcance ético, lo que no quiere decir que se le vea como un desiderátum inalcanzable o una suerte de corsé moralista y sermoneador que asfixia una práctica profesional marcada por el incesante dinamismo de los hechos cotidianos. Delínea, sí, la identidad profesional y se asume como parámetro de comportamiento para el cabal ejercicio de la profesión.
Un aspecto clave en la labor informativa tiene que ver con la condición del propio discurso periodístico (sea escrito, oral, audiovisual) y el pacto de credibilidad o de confianza que genera.
Rodrigo Alsina al abordar, desde la perspectiva socio semiótica, el análisis de los distintos tipos de discursos y contratos que se establecen entre emisores y receptores señala que el mensaje periodístico atiende a un contrato pragmático fiduciario (2003, p. 147).
Pero esta fiducia (confianza) no es inamovible y guarda relación con los niveles de credibilidad que tenga el discurso informativo, pues dicho contrato “puede romperse no sólo por las estrategias manipuladoras de los estados, gobiernos o poderes, sino también por casos de información falseada” (Rodrigo, 2003, p. 149).
La construcción de la confianza en el trabajo informativo pasa por condicionantes de alcance ético: el carácter veraz de la información, para lo cual se imponen exigencias de transparencia y precisión, tanto formales (uso de las citas, atribuciones, comillas), como del propio proceso de reportería (verificación y contraste; uso y contraste de diversas fuentes vivas y documentales). La noción de veracidad se emparenta con lo que Kovach y Rosenstiel llaman disciplina de la verificación: “sea cual sea el tratamiento de una noticia, no debemos olvidar que su mayor atractivo es que sea cierta” (2004, p. 220).
Se requiere ir más allá de la simple presentación de hechos aislados y fragmentarios, para ofrecer una reconstrucción veraz y completa de los mismos. Javier Darío Restrepo ha dicho, recordando a Victoria Camps, que: “Lo que un buen informador debe proponerse, no es tanto ser objetivo como creíble” (p. 13). Para Restrepo, maestro y referencia en materia de ética periodística2, lo central es pensar en el interés público:
Entre los extremos igualmente perjudiciales de la información sesgada y distorsionada, y de la noticia aséptica hay un término medio: contar la historia e interpretarla sin tocarle un pelo a la exactitud, pero al mismo tiempo hacerle sentir al lector que uno está de su lado, que trabaja para él y con él, y que sólo él le importa (Restrepo, 2001, p. 13).
En Venezuela la noción de información veraz está contemplada como un derecho en la Constitución vigente (1999), y es asumida como norma en el Código de Ética del Periodista Venezolano (1973, modificado en 2013) que la define como aquella que se elabora con base en la comprobación y verificación y sin la intención de tergiversar o falsear los hechos.
El sano ejercicio de la duda: verificación y constraste
La exactitud, el amor por el dato y el contraste de versiones, fuentes e información no son solo rutinas a las que obliga el ejercicio profesional. Esta actitud resulta obligante en tiempos como los que corren, marcados por las noticias falsas o fake news, los rumores, tan comunes y presentes en las redes sociales y el mundo 2.0 en el que vivimos.
La confirmación, el contraste y la verificación son tareas inherentes al desempeño profesional, so pena de incurrir en fallos y errores que abonan en la pérdida de credibilidad y ruptura del simbólico pacto o contrato de confianza con el público. Sucumbir a la prisa, a los intereses y sesgos personales o institucionales pone en riesgo la calidad del periodismo. Y de esto no están exentos medios de referencia, como fue el caso de los fallos informativos de diarios internacionales como El País, de España, cuando a comienzos de este siglo, sin confirmar, atribuyó a la ETA los atentados en el tren de Atocha en Madrid o al publicar, en 2013, en su primera página la fotografía del hoy fallecido presidente Hugo Chávez intubado, la cual resultó falsa (Restrepo, 2013). En el primer caso, fue una alta fuente oficial la que dio pie a la información que el medio no verificó debidamente; en el otro, el secretismo, la falta de información oficial sobre la salud del presidente venezolano, sirvieron de marco para que los rumores entraran en juego y con ello la difusión de imágenes y materiales falsos.
El marco deontológico contempla precisamente la atención que medios y periodistas deben prestar a los derechos de rectificación y de réplica, relacionados con la oportuna corrección de errores o tergiversaciones, así como la oportunidad de aclaratoria de las personas aludidas en alguna información (Dragnic, 1994). En nuestro país, estos derechos están contemplados en la Constitución actual (artículo 58), como en la Ley de Ejercicio del Periodismo y el Código de Ética del Periodista Venezolano.
Otro problema reñido con la ética profesional tiene que ver con el fraude en el manejo en la información y la falta de transparencia en los métodos de investigación y de trabajo de los periodistas, que tanto ha favorecido la aparición de noticias inventadas y la copia o el plagio de textos e imágenes sin la debida atribución.
Expresión de lo anterior son las situaciones y polémicas que cada cierto tiempo se conocen y analizan a partir de los desvíos éticos, errores y descuidos en los procesos de verificación cometidos por periodistas y medios. Algunas de las más conocidas han ocurrido en medios prestigiosos de distintos países, como los Estados Unidos. Uno de los casos más conocidos ocurrió a comienzos de los años 80 del siglo pasado con el escándalo de la periodista Janeth Cooke, del Washington Post, quien obtuvo un Premio Pulitzer con una historia que resultó inventada. Otro tanto sucedió en la década de los 90 en la revista The New Republic, donde se conoció que uno de sus redactores, Stephen Glass, había inventado una decena de trabajos y cuya historia incluso fue posteriormente llevada al cine en la película Shattered Glass (2003). Igualmente emblemático fue el caso del periodista Jayson Blair en The New York Times a comienzos de esta centuria, a quien también le descubrieron historias inventadas y algunos plagios, lo que condujo a una crisis en el departamento de edición de ese diario, pero que no evitó que en 2010 ocurriera de nuevo con otro reportero, Zachery Kouwe, también despedido por el uso fraudulento de materiales tomados de otros medios.
Este tipo de acciones pueden encontrar cobijo y expansión en los espacios virtuales y globales de Internet y las redes sociales, donde el “corte y pega”, la reproducción en ocasiones viral e indiscriminada de materiales en medios, bitácoras y demás ámbitos de la red, tornan difícil su seguimiento y detección. A esto se suman los problemas derivados del anonimato, la propaganda y el libelo como prácticas que se disfrazan de información periodística y que proliferan en tiempos de polarización y enfrentamientos político- ideológicos. Esto nos lleva a preguntarnos, con Jesús Canga Larequi, cómo hacer para que los contenidos de la red respondan a una mínima ética:
Es decir, cómo garantizar la privacidad, el control y evitar el abuso sobre los datos que circulan por la red. Si en la red es prácticamente imposible que existan filtros para la libre circulación de la información, sí que se ha de abogar por la aplicación de códigos éticos y una autorregulación entre los propios profesionales. Esto no debe significar en ningún caso la introducción de normas de censura encubiertas, sino garantías para los usuarios, las empresas y los propios profesionales. (2001, P.P. 46-47)
Lo que la dimensión digital ha puesto también de relieve para el periodismo es justamente la urgencia en debatir y reflexionar sobre estos temas. No en balde organismos como la Unesco y la Organización de Estados Americanos, OEA, se han ocupado de estos asuntos, tanto en lo referido a la protección de los derechos vinculados con la libertad de información y a la información, como en la promoción de discusiones sobre la deontología y la ética en los medios de comunicación y el periodismo.
En 2017, la Unesco lanzó el proyecto Ética periodística en el siglo XXI, con el respaldo del gobierno de Suecia y el Centro Internacional de Periodistas (ICFJ, por sus siglas en inglés), que incluyó la publicación del manual de Restrepo y Botello (2018) que hemos mencionado anteriormente, y una serie de recursos audiovisuales que pueden consultarse en el sitio: http://eticaperiodistica. info/
El aprendizaje colaborativo
Del mismo modo, es importante tomar en cuenta que Internet y las redes sociales son espacios para que el periodismo adquiera un rol protagónico en la construcción de espacios de colaboración no solo con diversos públicos, sino también entre medios y periodistas, que dejen atrás el celo profesional, la competencia mal entendida en la búsqueda de primicias (tubazos), en favor de la sinergia entre medios y periodistas en campos como el periodismo de investigación. Porque si algo constituye un desafío para el oficio es el desarrollo de un trabajo informativo a partir de la organización e interpretación de la diversidad de datos que masivamente pululan en la red. Un periodismo de investigación que incremente el escrutinio sobre el poder, que aporte y revele al conocimiento público aspectos que determinados sectores están interesados en mantener ocultos.
Este tipo de trabajos investigativos y colaborativos dejan atrás la figura del profesional de la información como un cazador solitario, para sumarlo a equipos internacionales de periodistas en busca de objetivos comunes, como fue el caso de los Papeles de Panamá (2016), la filtración de millones de documentos que permitieron revelar una red global de lavado y blanqueo de capitales y en el que trabajaron más de un centenar de periodistas desde distintos países latinoamericanos.
Otro tanto ocurre con tendencias del periodismo que se sirven del potencial de la red, por fortuna en aumento en los últimos tiempos, como el periodismo de datos y la verificación de datos, el fact cheking. Este último está centrado en la tarea de confirmar, corroborar los mensajes de personajes públicos, especialmente en el mundo político, y de los propios medios de comunicación. La labor de verificación del discurso público supone la activa participación tanto de periodistas, como de otros profesionales y ciudadanos en equipos dedicados a este tipo de análisis, que en mucho contribuyen a confrontar y señalar el manejo interesado, los sesgos y las falsedades de los mensajes por parte de personalidades y medios.
La fuete: relaciones peligrosas
Además de a la verificación, el trabajo periodístico obliga a la transparencia. Por una parte, confirmar datos, contrastar, oponer opiniones, pero por otra y al mismo tiempo, se requiere mostrarle al público el camino investigativo andado para alcanzar los resultados que se le presentan como mensaje periodístico. Es lo que Kovach y Rosenstiel llaman la Regla de la Transparencia: revelarle al lector nuestras fuentes y métodos (2004, p. 113), ser fieles y precisos en la presentación de las declaraciones literales y los datos que las mismas ofrecen.
La preceptiva y la deontología de la profesión sugieren no solo identificar claramente a quienes aportan información, sino también mantener el necesario escepticismo que lleve a contrastar lo que estas personas afirman o señalan, y tampoco mentir o engañar a las fuentes durante los contactos que se tengan con ellas. Otros dos aspectos a tener presentes tienen que ver con el uso de una fuente única, práctica que junto con la inclusión de fuentes sin la debida identificación, disminuyen el umbral informativo y veraz de los mensajes periodísticos.
En condiciones excepcionales, para salvaguardar la integridad y seguridad de la fuente, el periodista puede invocar el secreto de la fuente contemplado en el Código de Ética del Periodista Venezolano (artículo 18). Sin embargo, hay quienes se escudan en este marco deontológico para desinformar, para ocultar interesadamente datos que el público debería conocer para formarse su propia opinión. Recordemos la advertencia de Gabriel García Márquez, sobre el debido uso de citas, atribuciones y datos en los mensajes periodísticos:
El empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de fuentes que merecen entero crédito, de personas generalmente bien informadas o de altos funcionarios que pidieron no revelar su nombre, o de observadores que todo lo saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes (García Márquez, 1996).
La palabra pública comporta una ética del decir que no solo incluye el buen uso del idioma, sino también la toma de distancia frente a los estereotipos, los clichés que tienden a estigmatizar y descalificar. Manejamos, como decía Ryzard Kapuściński (2003), un material suma- mente delicado: la gente y lo que nos entrega como vivencias, opiniones:
Con nuestras palabras, con lo que escribimos sobre ellos, podemos destruirles la vida. Nuestra profesión nos lleva por un día, o acaso por cinco horas, a un lugar que después de trabajar dejamos. Seguramente nosotros nunca regresaremos allí, pero la gente que nos ayudó se quedará, y sus vecinos leerán lo que hemos escrito sobre ellos. Si lo que escribimos pone en peligro a esas personas, tal vez ya no puedan vivir más en su lugar, y quién sabe si habrá otro sitio adonde puedan ir (p.17).
La delgada línea del equilibrio informativo
El compromiso del periodista con su audiencia no supone claudicar a la debida distancia –que no indiferencia– ante los hechos narrados, sin que esto suponga renunciar a un relato contrastado, vívido e incluso emotivo. En palabras de Raquel San Martín (2008): “Más que lograr una postura neutral inalcanzable entre lo que se observa y lo que supuestamente se puede reproducir sin interferencias, el periodismo tiene otro equilibrio que lograr: el que pone en balance la inserción en un fenómeno y la distancia necesaria para contarlo” (p. 78).
A esa “distancia de puerco espín” como llama Aguirre (2014, p.8) a la actitud del periodista frente a la información que narra y difunde, se añaden elementos asociados con su acción informativa y la de los medios, como las exigencias de imparcialidad, un criterio, de acuerdo con el estudio del Centro de Investigaciones Pew (2018) al que hicimos referencia líneas atrás, que es altamente valorado por el público. La encuesta aplicada en 38 países destaca que en 35 de estas naciones coinciden en rechazar que las organizaciones mediáticas favorezcan a un partido político sobre otros (p. 13) y a la inequidad en la cobertura de los diferentes actores políticos (gobiernos y partidos).
No obstante, la imparcialidad y la equidad pueden prestarse a equívocos o usos interesados por parte de medios y periodistas, que desde la apelación de un tono neutral podrían incluso utilizarlo para reforzar un punto de vista particular o para darle relevancia a perspectivas o argumentaciones de escaso valor informativo pasadas por el mismo rasero de aquellas realmente esenciales o que el público debe conocer para formarse su propio criterio. En palabras de Kovach y Rosenstiel:
… por desgracia en periodismo se malinterpreta el concepto de equidad con demasiada frecuencia, como si se tratara de conseguir una especie de equilibrio matemático, como si un buen artículo fuera aquel en el que hay el mismo número de declaraciones por una y otra parte. Además, como los periodistas sabemos muy bien, es frecuente que en una historia haya más de dos partes. Y, a veces, concederles la misma importancia no constituye un fiel reflejo de la realidad (2004, p. 108).
En este mismo sentido la imparcialidad puede invocarse para tratar de quedar bien con todo el mundo o con las partes involucradas, especialmente sectores poderosos, con lo que ello supone de renuncia a la capacidad del periodista de evaluar con independencia, criterio y de manera desprejuiciada en función de su misión informativa ante la ciudadanía. No olvidemos que como advierten Real, Agudiez y Príncipe (2007) una neutralidad mal entendida “puede situar a los medios de comunicación en posiciones inhumanas y de preocupante tibieza ante la defensa de los derechos humanos, por ejemplo. Lo que no implica caer en el subjetivismo, la parcialidad, o la militancia partidista” (p. 194).
En países como el nuestro, marcado en los últimos veinte años por la polarización política, la confrontación, las tensiones en las relaciones del gobierno en funciones de Estado con los medios de comunicación privados, especialmente con la llegada al poder del presidente Hugo Chávez Frías y su sucesor, Nicolás Maduro, se ha intentado imponer un sistema hegemónico de medios estatales altamente gubernamentalizados. Un contexto en el que principios como la independencia, el equilibrio y la imparcialidad corren el riesgo de ser vistos como desfasados o por lo menos suspendidos en nombre del compromiso político-partidista. De allí la importancia de eludir “la polarización maniquea y del cuadrado ideológico” (Aguirre, 2014, p. 8) para estar al servicio de la colectividad.
Nunca como ahora se requiere volver a las raíces de un periodismo que tenga claro a quién se le sirve: al ciudadano. Como postula Silvio Waisbord, el periodismo debe cultivar espacios de autonomía e independencia:
Idealmente, el periodismo debe ser escéptico frente al poder y no ser crítico según el color político o ideológico de quien detente el poder. Debe mostrar los datos de la realidad porque los gobiernos y partidos tienden a producir y creer en sus realidades. Debe investigar los pliegues del gobierno porque el poder inevitablemente mantiene lugares oscuros. Debe poner la lupa sobre problemas que necesitan atención pública y no justificar la noticia según la razón partidaria. Debe estimular a los ciudadanos a conocer lo que ignoran en vez de confirmar sus preconcepciones militantes. Debe incrementar oportunidades para la expresión de la ciudadanía y organizaciones civiles y no ser ventrílocuo de quienes están rodeados de micrófonos (Waisbord, 2011).
El criterio de fidelidad con la gente y la autonomía para informar sobre asuntos de su interés y que impactan en sus vidas, puede ser la brújula más útil ante las presiones que de ordinario realizan los poderes políticos y económicos sobre medios y periodistas. Persistir en la independencia es también garantía para que el mensaje informativo tome una saludable distancia de la propaganda, la publicidad, el sesgo y la mentira.
La autocensura: peor que la censura
Otro aspecto al que de continuo se enfrentan medios y periodistas es a la manipulación y al filtrado de materiales informativos por coacciones directas, amenazas o presiones y que derivan en la censura y la autocensura. La censura, entendida como la intervención, modificación, supresión total o parcial de los contenidos en los medios y por lo general impuesta por las autoridades, es considerada una de las primeras violaciones al derecho a la libertad de expresión y al derecho a la información de los ciudadanos, además de un indicador negativo sobre la condición democrática de una sociedad y el régimen de libertades públicas. Otro tanto ocurre con la autocensura, una manipulación de los materiales informativos que se impone el propio periodista y que llevan a obviar, modificar determinadas partes o enfoques de las informaciones que pudieran ser conflictivos o afectar a fuentes, gobiernos, grupos de presión e incluso al medio o al periodista (Dragnic, 1994).
Esta es la doble censura a la que se refiere Gloria Cuenca en su libro Ética para periodistas (1990): aquella que directa o indirectamente aplican las empresas de medios y la autocensura que el propio periodista puede llegar a producir en su desempeño cotidiano. En la primera, se imponen condicionantes de tipo económico-empresarial y político-ideológico, tanto internos como externos a la institución o empresa mediática (intereses particulares de dueños, accionistas y anunciantes; acción del Estado y del gobierno, grupos de presión, entre otros). La segunda, la autocensura, es el peor tipo de censura, puesto que contraviene las normas éticas del oficio y supone para el periodista anteponer el prejuicio, el interés propio, el miedo o el temor a las repercusiones que pudieran tener ciertas informaciones para sectores del poder político, económico e incluso el mismo medio. El resultado es la omisión de información relevante para el conocimiento del público y en el cumplimiento de la función social del periodismo.
La autocensura convierte al periodista en presa fácil de un ejercicio profesional éticamente disminuido, puesto que como observa Cuenca: “Tampoco es aceptable que los periodistas quieran escudarse en la censura o presión que el medio ejerce en determinadas circunstancias para justificar sus limitaciones, su falta de audacia, su sensacionalismo, o sus incursiones en el periodismo intrascendente” (1990, p. 58).
En Venezuela, el panorama mediático en los últimos años ha conocido la aparición de mecanismos de censura aplicados a periodistas por la vía de los cambios en las líneas editoriales de medios que han vivido procesos de compra- venta caracterizados por su opacidad (Bisbal y Aguirre, 2015). Estas se suman a formas de censura registradas en distintos medios como limitaciones para el acceso a la información pública y el cierre de fuentes informativas; confiscación y destrucción de equipos; intimidaciones y agresiones a periodistas y medios; acoso e imputaciones legales y judiciales; cierre y suspensiones de medios, entre otras.
Pero la censura que el país conoció en otras épocas derivó en las últimas décadas en formas tan sutiles como efectivas de autocensura, al punto de que son los propios medios y periodistas los que pueden llegar a aplicarla para evitar el acoso judicial o las amenazas y agresiones directas en el ejercicio de su labor. No menos coercitivas y promotoras de la autocensura resultan las sanciones penales (delitos de difamación e injuria) e instrumentos legales como la Ley contra el odio, la intolerancia y por la convivencia, aprobada en 2017 por la Asamblea Nacional Constituyente, que contempla penas de prisión de hasta veinte años.
Esta situación ha sido documentada a lo largo de este siglo por organizaciones como el Instituto Prensa y Sociedad de Venezuela (IPYS-Venezuela) y Medianálisis
. El último informe del IPYS sobre censura y autocensura, que incluyó una encuesta aplicada a 252 periodistas de dieciocho estados del país, da cuenta del “temor de abordar determinados contenidos periodísticos que son de interés público, ante posibles retaliaciones, básicamente del sector oficial” (IPYS, 2016). Más recientemente, Medianálisis (2018), realizó un estudio sobre la Situación del periodismo en Venezuela y encontró que casi la mitad de los 350 comunicadores sociales encuestados indicaron que habían sido limitados en el manejo de sus informaciones y casi la mitad de los periodistas admite que se ha autocensurado (p. 59).
Distinta a la censura y la autocensura es la autorregulación que ejercen voluntariamente las organizaciones mediáticas y periodistas sobre los contenidos, la calidad y la orientación de los mismos. Esto tiene que ver tanto con las normas éticas y los códigos deontológicos que sirven de marco para la acción de los profesionales de la información, como con los criterios editoriales, la política editorial y la línea informativa de los medios. Serían las instancias y los procedimientos contemplados como parte del compromiso responsable de proveer información verificada. Entre estas expresiones autorregulatorias figuran el ombudsman o defensor del lector; los libros y manuales de estilo; las dependencias dedicadas a la edición y verificación de hechos; los consejos editoriales, entre otros.
La autorregulación funciona como una suerte de contención informativa con relación a la perspectiva con la que se abordan temas particularmente sensibles para la sociedad vinculados con menores de edad; la seguridad nacional o para la protección de las fuentes, entre otros. Sin embargo, cabe observar que estos mecanismos tienen poco desarrollo o receptividad en medios venezolanos, donde han sido efímeras las experiencias de figuras como la del ombudsman o defensor del lector, y sin que la misma se consolide al interior de las salas de redacción. Esto debido a que los medios son los primeros en descartar las opciones de autocontrol y auditoría informativa sobre sus propios productos informativos, lo que de por sí requiere inversión en términos de equipo humano y tiempo, y también porque se alienta poco la cultura de la revisión y corrección colectivas.
En el ya citado estudio de Medianálisis (2018, p. 60) se indagó sobre la valoración que tienen periodistas sobre la autorregulación y se constató que hay un significativo desconocimiento de los órganos e instancias de autorregulación, pues solo dos tercios de los periodistas encuestados señalaron que conocían bien instancias de autorregulación, como el consejo editorial y las unidades de corrección y verificación.
Algunas consideraciones finales
Llegado a este punto, asoman algunas afirmaciones que se derivan del análisis ofrecido:
- La primera de ellas tiene que ver con reivindicar la vigencia del papel del profesional de la información, del periodista en la actual realidad del mundo digital y las redes sociales. Como ya han señalado algunos de los autores aquí revisados, cada vez más se requiere de su capacidad para aportar interpretación, contexto y profundidad ante la marejada de información y datos dispersos, no verificados, en algunos casos irrelevantes que pululan en la red. Más todavía cuando las noticias no comprobadas, los rumores, la opacidad informativa están a la orden del día en el horizonte que ofrece lo digital.
- Una clara identidad profesional le ayuda al periodista a construir lo que en las redes y el mundo digital llaman la marca personal, la reputación vinculada con su experticia, trayectoria, conocimiento y especialización en determinado campo, pero también con su desempeño ético. Y es que el nombre del periodista es su marca, es su nombre el que permanece y destaca más allá de su eventual trabajo para determinado medio, empresa de comunicación o institución. Cuidar este nombre pasa también por cuidar la forma como encara sus decisiones profesionales y éticas.
- Más que pensar en el periodista como una figura profesional en competencia con los ciudadanos digitales en capacidad de buscar, proveerse y difundir por sí mismos informaciones relevantes, es tiempo de añadir valor a la información periodística, crear comunidades: abrir foros, conversaciones, grupos, etcétera, por lo que los medios deberían dejar atrás la relación informativa y unilateral de la difusión, para plantearse, como bien señaló Migdalia Pineda, “un paradigma combinado y múltiple, donde convivan los flujos de noticias normales, con los flujos conversacionales de sus profesionales y sus usuarios receptores” (2015, p.87).
- Ante la llamada crisis de confianza en los medios de comunicación, que arrastra consigo a las prácticas tradicionales del periodismo y tampoco deja a salvo los entornos digitales, la tarea “no consiste en reforzar la credibilidad ciega en los medios de comunicación, sino en fomentar la existencia de lectores escépticos”, según propone Rodrigo Alsina (2003, p. 151); esto es, lectores capacitados para analizar e interpretar los mensajes periodísticos. Una labor educativa y de propromoción de la ciudadanía para el reforzamiento y defensa de la vida democrática.
- En el vértigo comunicativo de nuestro tiempo, la pervivencia del papel del periodista dependerá en buena parte del manejo responsable y ético de la información, lo que supone un apego al dato y su veracidad, al contraste y la pluralidad de diversos puntos de vista, así como una defensa de lo que Waisbord (2011) llamó el pensamiento crítico del periodismo, para evitar que sea reemplazado por la obediencia del militante o el sometimiento a la domesticación de la censura y la autocensura.
- Un periodismo apoyado en criterios éticos y deontológicos puede estar en mejores condiciones para protegerse de los acosos legales y las amenazas que desde el poder suelen intentar cerrarle camino a derechos esenciales a la información y a los debates públicos propios de las sociedades democráticas.
- Frente a la polarización política, surge la “necesidad de un periodismo independiente y profesional que sea capaz de ofrecer información verificable como moneda común para propiciar debates públicos eficaces y abiertos” (Unesco, 2017, p. 15). Porque, conviene repetirlo, la información no es patrimonio del Estado, ni de los gobiernos, ni de las empresas de medios de comunicación, ni de los anunciantes, ni de las fuentes, ni de los periodistas. El derecho a la información es fundamentalmente de la gente, del público. Y a ellos se deben medios y periodistas.