AUTOR: Félix Seijas
Desde este artículo podemos ir viendo cómo se ha movido la escena política en los últimos tiempos de la vida del país. Esos momentos son analizados desde la percepción del ciudadano, vista desde los estudios cuantitativos y cualitativos. Las investigaciones nos hablan de eventos en donde la esperanza y la desesperanza por al cambio político han estado presentes. Pero, también el ensayo nos refiere que desde el inicio del año 2019 el país vivió el resurgir de un movimiento opositor que reclama el necesario cambio político en el país.
A pocos días de haberle dado la bienvenida al año 2019, Venezuela vivió el resurgir del movimiento que reclama el cambio político en el país. El protagonismo en esta ocasión recae sobre los hombros de una figura que hasta ese momento había permanecido fuera del radar de la opinión pública: el varguense Juan Guaidó. Una serie de factores tuvieron que coincidir para que la energía que permanecía adormecida despertara devolviéndole a la población, una vez más, las esperanzas de una salida a la crisis. Sin embargo, existen amenazas que podrían terminar diluyendo el impulso que en estos meses ha motorizado el ánimo de la gente y que merecen ser atendidas con diligencia.
La naturaleza de los procesos de protesta ocurridos en el país durante los últimos quince años han marcado la manera como el venezolano concibe este tipo de movimientos. En cada uno de estos eventos se han registrado muertes, lesiones y personas privadas de libertad, algunas de ellas por largos períodos de tiempo y con reportes de distintas formas de tortura. La represión por parte del Gobierno ha sido desproporcionada mostrando a la población que protestar supone un costo que puede llegar a ser alto. Adicionalmente, la percepción general es que estos eventos han conducido a retrocesos en el camino hacia el cambio político, dejando saldos negativos en las diferentes áreas de lucha.
Las protestas de 2017 representaron un desgaste significativo por su duración –más de noventa días–, su intensidad –más de cien fallecidos y 1.900 lesionados según cifras del Ministerio Público– y el hecho de que cuando se encontraban en su etapa de declive el Gobierno anunció, de manera arbitraria, la elección de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC). Si bien estos comicios fueron rechazados por las fuerzas opositoras y parte de la comunidad internacional, el ente electoral terminó ejecutándolos con solo candidatos oficialistas y la cifra oficial de participación de ocho millones de votantes (números desmentidos por la misma empresa encargada del sistema de conteo). A las pocas horas de instalada, la ANC convoca la elección de gobernadores de estado, y luego la de alcaldes. La señal que se envió a la base opositora fue de derrota, humillación y devastación, lo que condujo a la debacle electoral en ambas convocatorias –el Gobierno se alzó con dieciocho gobernaciones dejando solo cinco en manos opositoras, que luego se redujo a cuatro, así como con 305 municipios contra 29 ganados por la oposición–. Entonces, en un país donde el 70 % adversa al Gobierno, este logra derrotar electoralmente a una oposición que no pudo activar ni la participación de votantes, ni la de infraestructura de vigilancia del voto. El desánimo, la decepción y el cansancio marcaron la derrota.
Como consecuencia de estos eventos, el apoyo al liderazgo opositor sufrió de manera importante, disminuyendo su poder de convocatoria: el soporte del 50 % que registraba en medio de las protestas, en junio de 2017, cae de manera acelerada llegando a 35 % en septiembre, cifra que resulta aún más dramática si se observa la composición en apoyo duro/blando que pasa de 37 %/13 % a 15 %/20 %. Los motivos del desencanto hacia el liderazgo se podrían agrupar, según los estudios cualitativos, en tres tipos de atributos: debilidad, incapacidad y mala intención. Quienes deseaban el cambio habían quedado sin referentes para canalizar su energía.
El Gobierno aprovechó la debilidad del liderazgo opositor y anunció elecciones presidenciales anticipadas para mayo de 2018. La incapacidad de reajustar la estrategia en torno a una visión unificada llevó a las fuerzas por el cambio a tomar la decisión de no participar en bloque en unos comicios que, además, estaban rodeados de una serie de irregularidades. El evento se realizó y Maduro es declarado ganador sin el reconocimiento de un grupo de actores relevantes de la comunidad internacional. Sin embargo, los siguientes meses transcurrieron en relativa calma, con protestas aisladas motivadas por fallas en servicios o reivindicaciones salariales, a las que la censura de los medios les restaba visibilidad. En general, la energía que reclamaba el cambio político pasó a un estado latente, mientras que la confianza en el liderazgo opositor seguía cayendo hasta situarse en 28 % con una estructura de apoyo duro/blando de 8 %/20 %. Este cuadro reflejaba la peor crisis de liderazgo que algún factor de oposición haya registrado en el país.
A esta situación no se llegó sin avisos. Desde el año 2015 los estudios de opinión comenzaron a mostrar el deseo de la gente por que apareciera en escena un outsider en la arena política. Las personas expresaban en grupos focales que para solucionar los problemas tenía que aparecer un “extraterrestre”. Estas expresiones fueron mutando con el tiempo hacia un “extranjero”, luego a los “marines”, aterrizando finalmente en la figura de Lorenzo Mendoza. Cuando en los estudios cuantitativos se preguntaba quién pensaban que podía liderar el cambio en Venezuela, la opción un independiente fue tomando fuerza hasta llegar a ser la más señalada. Estos y otros indicadores apuntaban a que la población había empezado a buscar referentes fuera del espectro natural del liderazgo político, ya que en él no encontraba respuestas. La fe en la dirigencia entraba en una crisis que a partir de 2016 se agudizó, acelerándose aún más luego de julio de 2017 y llegando a niveles estremecedores en 2018. Resultaba difícil prever lo que estaba a punto de suceder; sin embargo, la posibilidad de un renacer existía: recordemos que la energía no había desaparecido, sino que se encontraba ahí, en estado latente, esperando condiciones propicias para despertar.
Y así sucedió. En 2019 coinciden tres hechos importantes que, juntos, permitieron el resurgir de un movimiento que ha puesto en apuros al bloque de poder que representa Nicolás Maduro. El primero es la renovación de la directiva de la Asamblea Nacional que, por el acuerdo establecido entre las facciones del cambio, pasaría a ser presidida por un miembro del partido Voluntad Popular. Un punto importante es que, si bien las fuerzas opositoras lucían debilitadas y descoordinadas, el acuerdo se respeta lanzando una señal positiva a la población. Por otra parte, los dos diputados en la línea natural de liderazgo del partido VP que podrían haber asumido la presidencia de la AN se encontraban imposibilitados de hacerlo. Freddy Guevara estaba en condición de asilado en la embajada de Chile y Luís Florido había sido expulsado del partido. La responsabilidad recae entonces sobre los hombros del diputado Juan Guaidó, un joven político cuyo nombre, hasta diciembre de 2018, había llegado a los oídos de menos del 3 % de la población, entre quienes solo una parte sabía de quién se trataba realmente. De porte juvenil, que transmite la idea de renovación del liderazgo; de rasgos neutros, criollos, de fácil reconocimiento como un igual por un amplio espectro de la población; con un cuadro familiar apropiado que contribuye a transmitir confianza; de origen humilde e historia con episodios identificables por sectores populares que favorecen la empatía, como lo es el haber sido víctima de la tragedia de Vargas; de manera de hablar franca, directa, con un estilo que se diferencia de los políticos tradicionales –“habla como si fuese un amigo en el comedor”, se escuchaba en las sesiones de jóvenes en estudios cualitativos–. Es decir, sin ser un outsider, Juan Guaidó reunía todas las condiciones para ser percibido como tal, conectando entonces con el deseo generalizado de la población.
El segundo elemento del coctel que explica la reactivación del movimiento por el cambio es el incremento de la percepción de Venezuela como factor de riesgo para la estabilidad de la región. El deterioro acelerado de las condiciones de vida en el país originó una oleada migratoria que ha impactado de manera significativa a diferentes países. Este proceso se ha examinado con detenimiento en estudios cualitativos. Al principio el migrante pertenecía a una clase social con educación formal que disponía de recursos económicos para enfrentar el proceso de manera ordenada. Otras naciones recibían entonces profesionales en cuya formación no habían invertido. En la medida en que la situación económica y política se deterioraba, en 2016 empezó una segunda oleada en la que los venezolanos que decidían migrar aceleraban el proceso para concretarlo con rapidez. En 2017 otro tipo de migrante se hace visible, aquel con bajos recursos que salía del país por tierra buscando oportunidades en ciudades donde algún conocido le servía de puente. Esta migración tenía una estrategia definida: se iba primero el miembro de la familia con contactos afuera o quizás el más aventurero, para establecerse y servir de enlace al resto de la familia; los últimos en dejar el país, según el plan, serían los padres o los abuelos. Y entonces llegó 2018, cuando la situación empeoró de manera violenta y la migración se tornó masiva y sin planificación. Este éxodo hizo necesaria la creación de campos de refugiados en las fronteras de Brasil y Colombia y encendió alarmas en temas de seguridad y salud en países de la región. Venezuela se había convertido también en territorio para operaciones de la guerrilla colombiana y el tráfico de drogas, incrementándose los casos de nacionales detenidos en Europa con cargas ilícitas. La comunidad internacional se vio obligada a incluir el tema venezolano como prioridad en agenda y la presión externa aumentó de manera considerable.
Un tercer elemento lo marcó el final del período presidencial 2013-2019 de Nicolás Maduro. Como lo establece la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, el 10 de enero de 2019 debía asumir la jefatura de Estado la persona electa para tal fin a través del sufragio libre, universal, directo y secreto. Como comentamos anteriormente, la elección sobre la cual Maduro asumiría el nuevo período fue cuestionada por un número importante de países y organizaciones que instaban al Gobierno venezolano a repetir el proceso en condiciones justas. Esta situación fue percibida por la población como una oportunidad con piso jurídico para reclamar justicia e iniciar una ola de presión que comprometiera la estabilidad del bloque de poder. Algo similar había ocurrido el 29 de marzo de 2017 cuando el Tribunal Supremo de Justicia dictó dos sentencias a través de las cuales desconocía a la Asamblea Nacional y habilitaba a Nicolás Maduro para legislar. En aquel momento la noticia fue el disparador para la ola de protestas que duraría más de noventa días.
El 4 de enero de 2019, un día antes de que Juan Guaidó asumiera la presidencia de la AN, el Grupo de Lima emitió un comunicado conjunto en el cual manifestaba la decisión de no reconocer un segundo mandato del Presidente venezolano si este llegase a tomar posesión. El 5 de enero Guaidó asumió la presidencia de la AN y su nombre e imagen empezó a propagarse por el país. Cuando el 10 de enero Maduro recibió la banda presidencial en la sede del Tribunal Supremo de Justicia, comenzó una avalancha de desconocimientos que pronto superó la cifra de cuarenta países, sumándose también organizaciones como la OEA y la Unión Europea.
La mesa estaba servida. La energía contenida encontró en la figura de Guaidó el referente que necesitaba para canalizar su fuerza en protesta por la situación que fue catalogada como “usurpación” del cargo de presidente de Venezuela. La puja por el cambio inició así un nuevo capítulo al que la comunidad internacional se unía con mayor compromiso. Los porcentajes de reconocimiento y apoyo a Guaidó empezaron a aumentar. Cuando el 23 de enero este decidió juramentarse en acto público como presidente encargado del país, los números se dispararon llegando a superar el 60 % de apoyo. Sin embargo, los estudios cualitativos mostraban a una población animada pero cauta. Si bien la esperanza había renacido, las experiencias de 2007, 2014 y 2017 dictaban prudencia. “Esta vez lo vamos a lograr”, se escuchaba en las discusiones de grupo, seguido de expresiones que regulaban las expectativas: “vamos a ver como marcha esto”.
La dirección que debía tomar el nuevo movimiento se convirtió en centro de polémica. En las redes sociales se avivó la discusión entre quienes favorecían estrategias moderadas basadas en presión de corte pacífico, y quienes pedían métodos más agresivos, como acciones de fuerza militar apoyadas o ejecutadas por gobiernos extranjeros. Dentro del mundo político ocurría algo similar. Según los estudios de opinión, quienes pedían acciones armadas –golpe de Estado e intervenciones militares extranjeras– no eran mayoría. Sin embargo su número no dejaba de ser importante: 13 % de la población en febrero 2019, mientras que quienes apostaban por mecanismos no violentos –elecciones y acuerdos– se ubicaban en 58 %, cifra que hoy alcanza el 65%. No obstante, el carácter de quienes se inclinan por la fuerza les lleva a mantener una actividad de particular visibilidad en las redes. Son directos y por lo general reaccionan con vehemencia al defender su punto de vista, el cual promueven con intensidad. Esto crea una distorsión en la percepción de la magnitud de los diferentes grupos, y otorga a los más activos cierto poder de veto e influencia en la opinión pública.
Como estrategia comunicacional, Juan Guaidó ha mantenido desde el inicio un discurso ambiguo en el que no niega ni señala como camino opciones de fuerza militar. Sin embargo, los hechos han develado que la estrategia que venían trabajando con mayor ahínco era la de un quiebre rápido en la estructura de soporte del bloque de poder. Los hechos del 23 de febrero, cuando se intentó ingresar al territorio nacional cargamentos de ayuda humanitaria desde Colombia, Brasil y Bonaire, buscaban producir una reacción en cadena de adhesiones de efectivos militares en apoyo al movimiento del cambio que condujera a la salida de Maduro del poder. Esto no se materializó.
El pasado 30 de abril ocurrió un segundo intento de quiebre rápido con la liberación del líder de Voluntad Popular, Leopoldo López, y el anuncio del inicio de la fase final de la llamada “operación libertad”, en la que se aseguraba que la fuerza militar acompañaba el movimiento. El resultado fue un segundo fracaso. La historia ha demostrado que la Fuerza Armada no cambia su esquema de apoyos por el llamado de algunas de sus piezas. Hugo Chávez fracasó en dos ocasiones en intentos similares. La institución castrense se mueve en bloque, y los cambios en su sistema de lealtades se producen de manera gradual. Si bien los hechos de febrero y abril dejaron en evidencia el malestar que existe en el estamento militar, el quiebre no se produjo y el gobierno de Maduro logró salir airoso de dos momentos delicados, reafirmando su posición como el administrador del monopolio de la violencia.
Estos reveses no impactaron de manera significativa la imagen de Juan Guaidó –el apoyo ha bajado a 55 %, lo que podía esperarse, ya que las posiciones extremas que lo acompañan en un principio pronto se “decepcionan” y retiran su apoyo explícito–, pero sí el ánimo de la gente. Las personas mantienen una opinión positiva sobre el líder del movimiento, sin embargo, los estudios muestran signos de debilitamiento en la percepción de que el gobierno de Maduro puede ser derrotado. Este hecho no es fácil de detectar en estudios cuantitativos, ya que la gente, en una primera fase, mantiene respuestas en la que priva el optimismo. Es a través de las discusiones de grupo que este proceso, que comienza con una leve sensación de duda, puede detectarse. Se trata de una especie de semilla que está bajo tierra aún en estado latente. Si el proceso avanza, la semilla puede germinar y un pequeño tallo saldrá a la superficie que, con rapidez, podría convertirse en tronco. El movimiento de Guaidó ha entrado entonces en una fase crítica. Mantener el ánimo y la esperanza en la gente se hace cada vez más difícil. En este sentido se hace indispensable cuidar tres elementos vitales: enseñar en todo momento que el liderazgo está presente, transmitir que se tiene control de la situación a través de un plan que se está transitando, y mostrar logros, pequeñas victorias, de manera permanente.
Al fallar los intentos de desenlaces por la vía del colapso violento de la estructura militar, la atención se enfocó en las vías diplomáticas. Quienes han depositado sus esperanzas en algún tipo de intervención armada que desaloje al Gobierno del poder han visto como cada día los hechos insisten en demostrarles que tal posibilidad es, en realidad, lejana. Las amenazas que sistemáticamente habían dejado entrever los Estados Unidos de América han probado ser solo esfuerzos por intimidar a un régimen que nunca compró la idea. El resto de los principales aliados internacionales de la oposición, como lo son el Grupo de Lima (GDL) y la Unión Europea a través del Grupo de Contacto (GDC), han mantenido posiciones alejadas de intervenciones armadas. Incluso los Estados Unidos de América parecen estar dando un giro en su política hacia salidas negociadas, favoreciendo la línea que han venido promoviendo actores como Elliott Abrams.
Así, a tan solo dos semanas de los hechos del 30 de abril, se produce la noticia del encuentro exploratorio de diálogo entre el gobierno de Maduro y el movimiento liderado por Guaidó en Oslo, Noruega, auspiciado por el país nórdico. La celebración de estas conversaciones, que llevan hasta ahora dos rondas concretadas, demuestran que la coalición opositora venía atendiendo el tema, aunque la prioridad haya sido propiciar el quiebre fulminante. Se inicia así una nueva etapa ante la opinión pública que presenta retos significativos al liderazgo de Guaidó. Un factor con el que debe lidiar es la aprensión de la gente ante las palabras “negociación” y “elecciones”. Contrario a la distorsión que producen las redes sociales, la mayoría (65 %) de quienes se oponen al gobierno de Maduro desea y apuesta por una salida negociada a la crisis venezolana. Sin embargo el tema no deja de tener connotaciones negativas para una parte de la población, no porque ellos desconozcan el valor de la negociación como herramienta en los procesos de resolución de conflictos, sino por la aprensión que generan las experiencias anteriores. Por ejemplo, el 10 % de los opositores considera que es o bien imposible, o inmoral, que se pueda llegar a algún tipo de acuerdo con el bloque de poder representado por Maduro. Incluso entre quienes apoyan una salida producto de algún proceso de acuerdo, se encuentra un grupo significativo (55 %) que piensa que no existen en este momento las condiciones necesarias para que el Gobierno se siente en una mesa con la convicción de ceder en demanda alguna. Estos temores no son del todo infundados. De hecho, es natural que cada parte acuda al proceso queriendo sacar el mayor provecho de la situación y para Maduro tal cosa significa, en un principio, afianzarse en el poder.
Sin embargo, las circunstancias actuales difieren en varios aspectos de las experiencias anteriores. Si bien Maduro aún siente que puede salir airoso y que Oslo puede ayudarle en ello, los días pasan y el régimen no consigue aplacar la presión que mantiene el enemigo, lo que, de ser manejado de la manera correcta, podría abrir la ventana que espera la oposición para crear las condiciones que brinden la oportunidad de iniciar un proceso de transición. Para ello es indispensable aumentar la presión sobre el bloque de poder, objetivo para el que los aliados internacionales representan un factor vital. El espacio que luego de Noruega se activó en Suecia, donde diferentes actores –sin la presencia de Gobierno ni oposición– discuten el tema Venezuela, apunta en ese sentido. Otros acercamientos suceden tras bastidores y sin duda se irán conociendo. Comunicar su alcance e importancia es tarea del liderazgo de Guaidó, algo fundamental debido a la importancia que significa mantener su poder de convocatoria interna, indispensable para las posibilidades de cambio.
Los esfuerzos de mediación apuntan todos hacia conseguir una salida electoral a la crisis. Aquí se presenta otro reto para el liderazgo opositor. En el imaginario colectivo se ha instalado la idea de que el sistema electoral adolece de vicios que impiden que la oposición pueda ganar un proceso a través del sufragio. Así piensa hoy el 50 % de quienes adversan al gobierno de Maduro. Si bien la realidad es que las condiciones electorales dificultan en buena medida la oportunidad de un triunfo opositor en las urnas, también es cierto que para que las posibilidades de vencer aumenten, la coalición por el cambio está obligada a llevar a los centros de sufragio una cantidad de votos ostensiblemente mayor a la del oficialismo. Si existe una buena estructura de vigilancia del voto, la posibilidad de alterar actas, unido a los hechos documentados por distintas organizaciones como el Observatorio Venezolano Electoral en las cuales se coacciona al votante al momento de acudir a ejercer su derecho, tienen una capacidad limitada de alterar la voluntad de quienes participan en unos comicios. Hasta ahora no se ha registrado ningún caso en el que estos actos hayan arrebatado el triunfo opositor cuando la diferencia en votos es importante. En resumen, una ventaja de varios cientos de miles no puede ser alterada sin que esto deje rastros claros de fraude. Mientras que en una parte importante de la población exista la percepción de que a través de unas elecciones no se puede resolver el conflicto, la capacidad de movilizar la cantidad de votos opositores necesarios para encontrarse en una situación favorable disminuye.
En un escenario ideal, es decir, si se llegase a unos comicios luego de haber conseguido todas las garantías que reclama la dirigencia opositora, las barreras para la participación desaparecerían y se registraría una victoria contundente de las fuerzas del cambio. El problema radica en que para conseguir algo así tendría que producirse un descalabro en el bloque del poder que hoy solo luce factible a través de la fuerza y, como hemos argumentado, esta posibilidad parece remota.
¿Qué sucede si llega un evento electoral a través de una mesa de negociación? Podemos suponer que no todas las condiciones que se plantean desde la acera opositora serán otorgadas ya que, a menos que el proceso de negociación termine en la firma de unos términos de rendición –para lo cual una de las partes deberá haber obtenido previamente la victoria total–, lo esperable es que ambos lados cedan en sus pretensiones hasta llegar a un punto de acuerdo. Entonces podríamos estar ante una situación en la que alguna variable incómoda permanezca en el ambiente y esto constituya una barrera para la participación. Imaginemos, por ejemplo, que se proponen elecciones sin voto de la diáspora, o sin revisión del Registro Electoral; o que se sustituyen solo los rectores del CNE con el período vencido; o que Maduro es candidato. En estos momentos cualquiera de estas condiciones supondría el reto de trabajar a la opinión pública de manera intensiva y acertada para eliminar las barreras que pongan en peligro una amplia ventaja en las urnas de votación. La misma propuesta de los tres pasos, “cese de usurpación, gobierno de transición y elecciones libres”, obligaría a la dirigencia a explicar por qué se estaría llegando primero a un proceso electoral, más aún si Maduro continúa en Miraflores. Ante esta posibilidad parece prudente que el discurso de Guaidó, de alguna manera, empezara a preparar el terreno para un aterrizaje menos forzoso.
Vayamos más allá. Supongamos ahora que se logran todas las condiciones y que inicia un gobierno opositor o de unidad nacional que prepare las condiciones ideales para celebrar elecciones justas en el país. En este caso estaríamos hablando de un período de entre siete meses a un año. En esta situación la percepción de la población sería que ya las fuerzas del cambio estarían conduciendo al país, por lo que al principio entraríamos en un período de luna de miel que en poco tiempo cesaría y la gente comenzaría a reclamar mejoras en sus condiciones de vida. ¿Es posible generar la sensación de mejora en el tiempo señalado? Si no lo es, la oposición se enfrentaría a unos comicios en los que un sector de la población sentirá decepción de quienes ofrecían algo nuevo y evaluarían su decisión de votar quizás ante la oferta de una cara distinta del PSUV que transmita renovación en la revolución.
¿Por qué lo que venimos planteando representan amenazas? Veamos algunas cifras. El oficialismo mantiene su “apoyo duro” en alrededor del 15 % de los votantes del país. Esto significa poco más de tres millones de votos. El chavismo cuenta a su vez con otro 16 % o 18 % de apoyo blando, lo cual le ha permitido llevar a las urnas de votación alrededor de seis millones de votos en cada proceso electoral en los últimos tres años en el que ha enfrentado a la oposición. Si bien algunos de estos votantes asisten por temor a algún tipo de represalia, la mayoría lo hace de manera voluntaria.
La oposición, por su parte, mantiene una cifra similar convencida de votar por sacar al chavismo del poder. A ese número se le suma un 30 % de votantes que, ante la realidad que vive el país, estarían dispuestos a votar por las fuerzas del cambio para abrir la posibilidad de mejoras en la calidad de vida. Esto representa cuatro millones de votos no comprometidos necesariamente con valores como la libertad, sino que buscan desesperadamente quien les pueda resolver sus necesidades. La mayoría de ellos votaron en el pasado por el chavismo y hoy se sienten defraudados de aquellas promesas, aunque una parte aún quisiera que el sueño que vendió Chávez volviese a ser factible. Cada vez que en los estudios se pregunta si quisieran que Hugo Chávez aún fuese Presidente, alrededor de un 40,0 % contesta que sí. Estos datos nos ponen ante el siguiente cuadro: de un Registro Electoral de 20 millones de votantes, a unos comicios presidenciales que reuniesen las condiciones deseables para considerarlos justos acudirían alrededor de 18 millones de votantes luego de restar la abstención estructural que es de aproximadamente 10 %. De esta participación, 6 millones votarían por el chavismo y 12 millones estarían inclinados a hacerlo por la oposición. Ahora bien, de esos 12 millones la mitad votaría sin mayor reserva, mientras que los otros 6 millones consisten en una mezcla de personas cuya disposición a votar tiene altos componentes de volatilidad: bastaría con que las condiciones en las que se pacten los comicios no sean percibidas como ideales para que una parte piense en abstenerse; o que la opción que adversa al Gobierno pierda prestigio para que otra parte se quede en sus casas; o que la confianza de que en realidad representa una mejor opción se debilite para que otros decidan votar por el chavismo, si este presenta un candidato que rescate el ideal de Chávez. Cada una de estas posibilidades plantea el riesgo de terminar con una elección ajustada que pondría al oficialismo en una posición competitiva. Esto sin haber tocado el tema de la diáspora. Una de las condiciones más difíciles de lograr es la participación de quienes viven fuera de Venezuela y mantienen una situación irregular en el país de residencia. Una de las características de la migración es que se compone en un alto porcentaje por personas que adversan a la administración de Nicolás Maduro (85 % de la diáspora), por lo que podríamos estimar que la oposición perdería aproximadamente tres millones de votos, dejando el mejor escenario en un balance de seis millones contra nueve, es decir, la ventaja máxima a la que podrían aspirar las fuerzas del cambio sería de tres millones de votos. Esta situación elevaría los riesgos de manera considerable, dejando ningún margen para equivocaciones.
Otro reto para Juan Guaidó es mantener en la mejor forma posible la relación entre los diferentes actores políticos de oposición. Un reclamo constante captado durante más de diez años en los estudios de opinión es la falta de unidad entre las fuerzas opositoras. Este factor lo señalan también algunos seguidores del chavismo, quienes dicen que constituye el principal motivo que levanta dudas en el liderazgo opositor. La experiencia enseña que mantener unidas a fuerzas que procuran la salida de regímenes autoritarios es complejo, y el caso venezolano no es la excepción. Sin embargo, esa misma experiencia muestra que cuando esto se logra la posibilidad de éxito aumenta de manera considerable. Así lo indica el resultado de la Concertación en Chile, o la Mesa de la Unidad Democrática en las elecciones parlamentarias de Venezuela de 2015. Salvar esta barrera es vital y se acercan momentos que pondrán a prueba la habilidad negociadora de Guaidó. Según el acuerdo de rotación de la directiva de la Asamblea Nacional, en enero de 2020 le toca presidirla a un representante de los partidos minoritarios. Este tema debe trabajarse con suficiente anticipación para que no genere ruido en la opinión pública que termine afectando el ánimo y el nivel de confianza en la dirigencia. Si no se transmite de manera eficiente que el interés común está sobre el particular, el apoyo que la gente deposita hoy en su liderazgo sufrirá un golpe importante.
Finalmente, es importante llamar la atención sobre un hecho preocupante. El número de personas que en los estudios manifiesta la disposición a tomar vías violentas, de no producirse una salida al conflicto, va en aumento. En este momento el porcentaje de venezolanos que contempla la posibilidad de armarse para luchar se ubica en 15 %. Es sabido que todo el que responde de esta manera no terminaría necesariamente concretando su deseo. Sin embargo, bastaría con que una fracción de ellos lo hiciera para estar ante una situación de violencia sin precedente en nuestra historia reciente. Si el 10 % de quienes se pronuncian de esta manera materializa su intención, estaríamos hablando de al menos 300 mil personas. Para entender la magnitud de lo que esto significa, basta con saber que el número de efectivos de la Fuerza Armada venezolana asciende a 235 mil.