Una república desmantelada y sin relato
Una república desmantelada y sin relato

AUTOR: Elías Pino Iturrieta

En la Universidad Católica Andrés Bello, entre el 29 y el 31 de mayo, se celebraron unas jornadas de reflexión acerca de los veinte años del socialismo del siglo XXI. Al cierre de las jornadas, el historiador Elías Pino Iturrieta ofreció este ensayo que presentamos. Queda de relieve la importancia de la hechura de la república y la formación de un republicanismo, que dan cobijo a la libertad y a la democracia, y que en el caso venezolano ha significado una “evolución realizada en medio de sacrificios admirables”. Nuestros jóvenes políticos de la Generación de 2007, tienen la obligación de no ignorar, de saber “con necesaria propiedad” los avatares de esa evolución; necesitan “despegarse del entendimiento superficial de los hechos que enfrentan”; de lo contrario, “pueden ser demócratas y probablemente libertadores, pero republicanos conscientes jamás”

Una de las falencias del análisis sobre los problemas que padece Venezuela en la actualidad radica en el hecho de que no hemos captado la causa fundamental que los produce, el motivo del cual se desprenden los demás. Las carencias primordiales de libertad y democracia, que son acuciantes porque su apreciación permite el descubrimiento de elementos de la vida anterior desaparecidos en nuestros días, es decir,  las maneras de reaccionar nuestros abuelos y nuestros padres ante las solicitudes del ambiente, hace que insistamos en la búsqueda del retorno de tales  pilares de la cohabitación debido a cuya ausencia consideramos, con sobrada razón, que se han perdido unas adquisiciones expulsadas de su cauce por el autoritarismo chavista. No parece errónea la insistencia, la preferencia en torno al reclamo de dos ausencias cardinales, pero falla porque, pese a que no deja de buscar la diana y porque libra una batalla digna de encomio por acertar, apunta hacia el lugar equivocado. O más bien porque, por desdicha, solo se ocupa de tomar las hojas del rábano.

La ausencia de libertad y democracia es, en efecto, una de las características más abultadas de la actualidad, debido a cómo se ha empeñado el chavismo en borrarlas de la faz de Venezuela. Que nos dediquemos como sociedad a través de los partidos políticos, de los líderes, de las marchas, de los discursos y las refriegas diarias no solo a colocarlas en el centro de la escena, sino también a convertirlas en retorno obligatorio, no tiene posibilidad de rebatimiento. Pero hay un elemento anterior a ellas, o del cual dependen ellas necesariamente, que no ha ocupado la atención de quienes hacen el rol de campeones del par de reclamadas esencias. Ellas no pueden existir sin domicilio porque no son criaturas de la intemperie, porque no son plantas silvestres que florecen en descampado. Son el resultado de una fábrica pensada a propósito para darles cobijo y para hacerlas distintas cuando las necesidades de la arquitectura lo imponen. Se trata de una estructura llevada a cabo a través del tiempo, y modificada cuando las señales de cada tiempo lo exigieron, para permitir el asentamiento de una forma de vida distinta de la vivida durante el antiguo régimen, es decir, durante el período colonial en nuestro caso, hasta llegar a las realizaciones más próximas de las cuales podemos tener referencias cercanas que, si consideramos que la historia no pasa en vano, se pueden estimar como resorte de las búsquedas actuales.

Los resortes se pueden poner en movimiento porque los antepasados nos describieron los rasgos de su existencia o porque, sin necesidad de expresarlos en términos directos, los ofrecieron a través de sus formas de subsistir, de manejar una casa, de levantar una familia y de relacionarse con los asuntos públicos como lo hicieron sus antecesores. O como ellos prefirieron hacerlo, de manera diversa, debido al influjo de climas de opinión y de sensibilidades que carecían de importancia en el pasado, o que se impusieron por el impulso de corrientes nacidas de fuente nueva. Hablamos de un recorrido, de un trabajo realizado en el seno de diversas temporalidades debido a cuyo ascendiente se fueron acumulando un saber y una experiencia de los cuales surgieron en sentido paulatino las bases de la casa que fue hospitalaria para los valores desconocidos, despreciados y temidos en la antigüedad y por cuyo restablecimiento luchamos ahora. Hablamos de la hechura de una república y de la formación de un republicanismo, para no seguir por las ramas y para tratar de llegar a la médula del problema, pero también para llamar la atención sobre cómo no estamos enterados de que sin ellos no lograrán establecimiento los principios para los cuales fue hecho el aposento. 

Para no caer en farragosas disquisiciones sobre el tema de la república y del republicanismo, me limito ahora a repetir los rasgos esenciales que, según el filósofo argentino Andrés Rosler, los resumen. Son, de acuerdo con lo que propone en Razones públicas. Seis conceptos básicos sobre la república, un gran libro de divulgación: libertad, virtud, debate, ley y patria. Para relacionarnos con ellos, hace un test de detección de republicanos que nos mete o nos aleja a todos del asunto. Escribe:

“Si usted está en contra de la dominación, no tolera la corrupción, desconfía de la unanimidad y de la apatía cívicas, piensa que la ley está por encima de los líderes más encumbrados, se preocupa por su patria mas no soporta el chauvinismo, y cree, por consiguiente, que el cesarismo es el enemigo natural de la república, entonces usted es republicano, aunque usted no lo sepa”.

Agrega  que los requisitos no sirven para un objetivo estético, sino para formar una agenda en torno a cuya confección, en el más deseable de los casos, se impone un recorrido que comienza con el conocimiento de los manaderos clásicos –Cicerón, Salustio, Tito Livio…– para topar después con los pioneros y los autores de la modernidad –Maquiavelo, Montesquieu, Rousseau, Jefferson, Kant, Hegel, Tocqueville…– y con autores del siglo XX que han dado vitalidad al análisis del asunto hasta abrumarlo con nuevos desafíos,  como Gerald Cohen, John Finnis y Quentin Skinner, entre otros. 

En cualquiera de las agendas se trataría de un reto inédito, debido a que los rasgos señalados como esenciales dependen de una faena precedente que se modificará partiendo de requerimientos temporales. El fragmento de una carta de Georges Clemenceau para el conde de Anuay, también citada por Rosler y fechada el 17 de agosto de 1898 en París, nos dice exactamente de qué se trata. Leamos: “Habría un medio de asombrar al universo, haciendo algo totalmente nuevo: la República, por ejemplo”. Estamos en las postrimerías del siglo XIX, en la cuna de la Ilustración y de la revolución de la democracia burguesa, en la tribuna de pensadores ineludibles de la cultura occidental, pero un político experimentado y lúcido plantea la necesidad de encontrar solución a los problemas de su sociedad en una fórmula republicana que no ha sucedido hasta la fecha. Partiendo de los principios proclamados en documentos de trascendencia universal, y de los hechos en los cuales se concretaron, se llevaría a cabo una creación insólita de cuño republicano que atendería las expectativas de la colectividad. Si por allí van los tiros, es evidente que no podremos soldar el rompecabezas venezolano con aferrarnos solamente a los esenciales principios de la libertad y la democracia sin saber cómo llegaron hasta nosotros y cómo se aclimataron a través de las épocas. O cómo pueden ser, según el anhelo de Clemenceau, “algo totalmente nuevo”. 

La pregunta para convocar una Asamblea Nacional Constituyente pedida por el presidente Chávez, electo en la víspera y aclamado por las multitudes, decía así: “¿Convoca usted una Asamblea Nacional Constituyente con el propósito de transformar el Estado y crear un nuevo ordenamiento jurídico que permita el funcionamiento efectivo de una Democracia Social y Participativa?” Después de ganar las elecciones, el comandante Chávez declaró la guerra a la “Constitución moribunda” sobre cuyo contenido había jurado el cargo, y exigió la reunión de un cuerpo de diputados creado especialmente para su reforma mediante referéndum.

Los miembros del Congreso –que corría el riesgo de desaparecer– argumentaron que no podía llevarse a cabo semejante convocatoria sin reformar antes la vigente carta magna, es decir, sin respetar las reglas del juego, pero la Corte Suprema de Justicia no vio alarmas en la solicitud presidencial y la bendijo con un dictamen positivo. De inmediato, los líderes del partido de gobierno, llamado entonces Polo Patriótico, afirmaron que no solo se trataba  de cambiar el texto constitucional sino también el poder constituido. Con el control de la Asamblea Constituyente –126 curules chavistas, de 131 en liza– se dio inicio a un nuevo orden político, susceptible de provocar una ruptura con el entendimiento de los negocios públicos que había sido habitual, o con el que se relacionaba la sociedad desde antiguo.

Así se desprende del preámbulo del manual aprobado por abrumadora mayoría de votos en 1999: “El pueblo de Venezuela, en ejercicio de sus poderes creadores e invocando la protección de Dios, el ejemplo histórico de nuestro Libertador Simón Bolívar y el heroísmo y sacrificio de nuestros antepasados aborígenes y de los precursores y forjadores de una patria libre y soberana […] Con el fin supremo de refundar la república para establecer una sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural en un Estado de justicia, federal y descentralizado, que consolide los valores de la libertad, la independencia, la paz, la solidaridad, el bien común, la integridad territorial, la convivencia y el imperio de la ley para esta y las futuras generaciones; asegure el derecho a la vida, al trabajo, a la cultura, a la educación, a la justicia social y a la igualdad sin discriminación ni subordinación alguna; promueva la cooperación pacífica entre las naciones e impulse y consolide la integración latinoamericana de acuerdo con el principio de no intervención y autodeterminación de los pueblos, la garantía universal e indivisible de los derechos humanos, la democratización de la sociedad internacional, el desarme nuclear, el equilibrio ecológico y los bienes jurídicos ambientales como patrimonio común e irrenunciable de la humanidad […] decreta […]”.

Por si fuera poco, la nación consagrada a una única figura de la historia se denominó en adelante República Bolivariana de Venezuela, e incorporó novedades para la administración del bien común como la revocatoria del mandato presidencial, la creación del Poder Electoral y del Poder Ciudadano, o las consultas populares a través de cabildos abiertos y asambleas de ciudadanos. El período de gobierno se extendió hasta los seis años, cuando antes era de cinco, se permitió la reelección inmediata del Presidente de la República, añadido elocuente; y se concedieron al Ejecutivo facultades legislativas para hacer decretos y leyes en las materias que le parecieran convenientes, más allá de las económicas que se atendían antes desde Miraflores por vía excepcional.

Los nuevos poderes se eligieron el 30 de julio de 2000, e inmediatamente después la Asamblea Nacional autorizó al jefe del Estado para llevar a cabo las medidas necesarias en torno a la creación de un nuevo orden político y social. El plan desembocó, de acuerdo con sus promotores, en la necesidad de una reforma de la recién promulgada Constitución, a través de un referéndum que pretendía patente para el aumento del mandato presidencial y para la aprobación de la reelección indefinida del jefe del Estado, para controles dependientes de Consejos Comunales y de zonas especiales de seguridad manejadas con autonomía por las fuerzas armadas sin consideración de los poderes civiles de los estados. El referéndum celebrado en diciembre de 2007 fue perdido por Chávez. Por escaso margen los votantes impidieron la reforma, pero el derrotado la puso en ejecución por cuotas a través de regulaciones específicas que, al concretarse,  desconocieron la voluntad popular. 

El colofón del proceso de modificaciones, si realmente ha llegado, se llevó a cabo durante la dictadura de Nicolás Maduro, especialmente a través del inclemente cerco realizado contra la Asamblea Nacional después del dominio arrollador de sus escaños por los representantes de la oposición. El acoso estuvo precedido  por la designación apresurada y sin soporte regular de los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, antes de que los flamantes diputados ocuparan el Capitolio, columna gracias a la cual se llegó a decisiones capaces de cimentar el poder que, por primera vez en términos amenazadores, sentía el temor de perder la hegemonía inaugurada por Chávez. Entre ellas, especialmente: la defenestración de miembros de la legislatura para disminuir el peso de los elementos refractarios, otra vez el plan de reformar la Constitución mediante convocatoria de una nueva Asamblea Nacional Constituyente y la dislocación del calendario electoral para que la cabeza del régimen y del PSUV disfrutara de más tiempo en sus funciones. Sin el atrevimiento de plantearse la clausura de la Asamblea Nacional, a la Constituyente se llegó por camino peculiar, alejado del principio del sufragio universal y precedido de presiones para evitar manifestaciones de repulsa ante su fragua. La nueva elección de Maduro, efectuada fuera del lapso establecido por las leyes y por las costumbres para casos tan señalados, tuvo de prólogo la inhabilitación de partidos esenciales de la oposición y de dirigentes que podían amenazar la nominación de quien solo quería facilidades para lograr su continuismo. Faltan otras evidencias a través de las cuales se puede calcular con propiedad la estatura del movimiento cesarista y las barreras que derribó o ha tratado de derribar para el logro de sus propósitos, pero las señaladas no son soporte débil para apuntalar el asunto del desmantelamiento de la república y de la extirpación del republicanismo al cual se concede puesto estelar ahora sobre los elementos que son su consecuencia o su producto.

Se ha querido aquí ofrecer evidencias sobre una faena de destrucción, sobre un programa de devastación de la república según se había pensado y desarrollado ella en Venezuela desde los inicios del siglo XIX, pero no se debe suponer la existencia de una combinación a la ligera, de una aventura sin vínculos con un cometido profundo de veras. ¿Cuál elemento nos obliga a pensar en algo sustentado en base que parece sólida, o pensado partiendo de factores que se la puedan conceder y susceptibles de buscar permanencia pese a la obligación de las raíces, a la sorpresa de los destinatarios, al escándalo de los académicos  y a los embates de la oposición? La respuesta se encuentra en la narrativa creada en su respaldo, en la fragua de una memoria gracias a la cual no solo se disipa la idea de la improvisación y de la superficialidad, sino que también se agregan alicientes para el emprendimiento de una hazaña distinta de la librada hasta el advenimiento de la “revolución”. El desmantelamiento implica una mirada diversa del pasado, a través de la cual se modifique el rol de los protagonistas y de los intereses predominantes y la calificación de sus actos para que, cuando se juzguen de manera diversa, la “revolución” se considere como un remedio, como una bendición, como una benéfica rectificación y, ¿por qué no?, como una venganza esperada y justa.

En la vanguardia del relato estuvo Hugo Chávez, no en balde lo divulgó a través de su rol de locutor omnipresente del espectáculo venezolano, de cronista ubicuo de un proceso que lo tenía como compendio de la salvación nacional; pero también a través de la creación de mecanismos dedicados a sembrar y labrar  la “historia nueva” en la sensibilidad de las mayorías para que el futuro aprovechara la cosecha. Desgranó el relato en la borrachera de sus palabras, pero también en un librito, El brazalete tricolor, en cuyas páginas se exhibe como continuador de la épica de la Independencia y como sucesor de Bolívar en una trayectoria que comienza en Guaicaipuro peleando con los conquistadores españoles, que asciende con las fuerzas armadas a Ayacucho, clasifica de manera tendenciosa los esfuerzos decimonónicos y la obra de unas oligarquías, transita senderos latinoamericanos sin real importancia ayer, descalifica la obra de los antecesores próximos, pues afirma que el siglo XX es “el siglo perdido de Venezuela”, y   desemboca en la iluminación de su autobiografía. Mezcla de lugares comunes con lecciones aprendidas de prisa en el liceo, injerto de materialismo histórico con episodios  de superficie, mirada de paracaidista que no puede captar matices en el apresuramiento de su vuelo, reunión de verdades expuestas a medias con patrañas redondas, importa por sus posibilidades de penetración, gracias a la utilización de los modernos medios de comunicación social, y porque sirve de patrón para el trabajo de una institución más coherente y atrevida en el plan de cambiar los recuerdos de los venezolanos: el Centro Nacional de Historia.

El Centro Nacional de Historia fue creado en 2007 como “institución rectora de lo concerniente al conocimiento, la investigación y el resguardo de la historia nacional”. Dirigido por historiadores profesionales y dotado de presupuestos generosos, cooptó a estudiantes adelantados de las escuelas universitarias de Historia, fomentó seminarios de trabajo y editó la revista Memorias de Venezuela para ocuparse de etapas que no había frecuentado el presidente Chávez y para ofrecer argumentos que, después de su divulgación en amplios sectores y de incorporarse a las apariciones públicas de los dirigentes del PSUV, pasaran a las páginas de los manuales escolares. El equipo se ha distanciado, en la medida de lo posible, de las explicaciones cuartelarias de Chávez y pretende estudios generales que comienzan en el período prehispánico, para destacar el papel de los indios, los pardos y los negros en el proceso de la Independencia, hasta el extremo de convertirlos en protagonistas estelares. Gracias al montaje de piezas teatrales en Caracas y en diferentes estados, también promueve una mitología en la cual ocupa primer plano el pueblo, despreciado según ellos por la historiografía tradicional. Independientemente de lo acertado de sus análisis, o de lo novedoso que realmente pueda ser, conviene destacar ahora su importancia como motor de un nuevo relato de Venezuela que funciona como puntal de la “revolución bolivariana”. Cumple el cometido de demostrar que, por fin, se llegó a una república hecha y derecha porque las anteriores fueron un fraude, y de formar a los discípulos del nuevo republicanismo que llama a las puertas de la patria después del desfile de fracasos que ha sido la vida venezolana.

El organismo ha sido promotor de operaciones simbólicas, a través de las cuales se quiere comunicar la existencia de un proyecto de reconstrucción de la memoria de la sociedad librándola de quienes habían tratado de moldearla tras propósitos oscuros. Después de anunciar la cruzada a los cuatro vientos, el Centro Nacional de Historia se apropió del Archivo de Francisco de Miranda y del Archivo del Libertador, que reposaban en la Academia Nacional de la Historia. Pasaron a las manos del pueblo, afirmó entonces el presidente Chávez, volvieron al lugar de su origen. La Academia interrumpió la publicación de los documentos de los dos repositorios y todavía el Archivo General de la Nación, lugar al cual fueron trasladadas las piezas originales, no ha continuado las colecciones, pero lo que importa es la publicidad que rodeó a la mudanza. Exhibida como una hazaña a través de la cual se relacionaba, ahora sí, el pueblo venezolano con sus fuentes primordiales, con la inspiración encerrada por la fuerza en sospechoso hermetismo, se reforzaba la relación entre la sociedad y una nueva historia prometedora que hacía y escribía la “revolución”. Chávez y el chavismo eran el puente para un encuentro trascendental.

No nos deben caber dudas a estas alturas sobre la importancia que el régimen otorga a sus contactos con el pasado  reconstruido a su manera, pero también sobre cómo hemos descuidado desde la otra orilla una referencia tan inflada por la hegemonía reinante, tan socorrida y tan importante para que las luchas no dependan solamente de la precariedad del presentismo, de la rudimentaria y endeble idea de que el comienzo de la lucha por la libertad y por la democracia solo encuentra el pistoletazo  en la partida de nacimiento de quienes la dirigen en nuestros días. 

En una película reciente y exitosa sobre el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Las horas más oscuras, el protagonista, Winston Churchill, debe pasar por el aprieto de convencer a la sociedad y al parlamento de las bondades de su política. Puesto ante la necesidad de referirse a los desafíos que se aproximaban, pero obligado a no ser excesivamente descarnado, en su estreno radial acude a unas palabras de Cicerón. Después, cuando requiere la solidaridad de la Cámara, abunda en referencias sobre la grandeza del imperio británico labrada a través del tiempo. Logra así el entusiasmo incondicional de los comunes. El vizconde Hálifax, entonces ministro de asuntos exteriores y su rival en el gabinete, después de oír la alocución asegura que el primer ministro ha ganado su primordial batalla debido al manejo apropiado de la lengua inglesa, a la cual puso a combatir moviendo la fibra de los oyentes con referencias al pasado de una sociedad que, mientras lo escuchaba, pudo mirarse en el espejo de una épica anterior. Con este comentario termina la película. No creo que convenga exigir a nuestros líderes de la oposición que para hacer bien su trabajo se detengan en Cicerón, o en Salustio, como hizo Churchill y como sugiere el profesor Rosler. Tal vez sea una petición exagerada, pero es evidente que, para lograr remiendos de entidad, necesitan despegarse del entendimiento superficial de los hechos que enfrentan. Se pueden ahorrar la lectura de los clásicos, por cierto, porque los citan con frecuencia nuestros repúblicos fundacionales. Se darán cuenta de que ellos, los venezolanos que crearon y modificaron el proceso del republicanismo en sus primeros capítulos, beben su agua cristalina. Si los consultan para aprender, para madurar y para edificarse, o por lo menos para salir de aburrimientos, se ahorran un viaje hacia la Roma antigua y se ocupan del asunto de trascendencia que tienen frente a las narices. 

Los temas ineludibles del republicanismo –libertad, virtud, debate, ley y patria– se plantean con comedimiento en Venezuela a partir de 1810, para evitar choques frontales con la ortodoxia y porque muchos de los padres fundadores no congenian del todo con el mensaje que divulgan. Estamos frente a una primera propuesta que debe guardarse de simpatías hiperbólicas con los argumentos de la modernidad, inicio que conviene explorar para el entendimiento de  pasos que parecen demasiado cautelosos frente a negocios esenciales para el siglo como la eliminación de la servidumbre, la libertad de cultos, la igualdad de las castas y los colores, la estima de la propiedad privada  y la hechura de un mapa que determinara los confines de una patria que apenas existía en la cabeza de un grupo de líderes.  Pero circulan por primera vez los planteamientos de estirpe republicana a través de referencias al pensamiento de Rousseau, Montesquieu y Locke, especialmente, mezclados con citas de los padres de la Iglesia y de los letrados  que reinaban en las aulas de la Universidad Real y Pontificia de Caracas para integrar un conjunto aparentemente contradictorio que se librará de lastres en el futuro próximo. El alivio se observa en el Discurso de Angostura, cuando su autor se aleja de postulados jacobinos y de la lectura patriarcal de la vida que había suscrito en Jamaica, para que ocurran debates que superan las prevenciones del primer ensayo de autonomía.  Como de Angostura se pasa con celeridad a Colombia surge una controversia de diferente calado, enriquecida con el aporte de los pensadores de la Nueva Granada y obligada a un entendimiento realmente distinto de los asuntos públicos cuyo centro se encuentra entonces en el Congreso de Cúcuta, pero que en breve se traslada a la Antigua Venezuela que no se siente cómoda porque la casa recién edificada tiene habitación principal en Bogotá.

Las diferencias sobre la unión colombiana provocan el debate más fructífero que ocurre hasta entonces sobre el destino de la república y sobre quienes deben ser los republicanos que la manejen y disfruten. Fructífero porque conduce a la negación de la obra recién hecha y de su artífice, Simón Bolívar, para cuyo descalabro hace falta un discurso capaz de prometer una república caracterizada por las innovaciones. De allí el desarrollo de temas apenas tocados en sentido marginal, como la trascendencia real de la propiedad privada, el encomio del trabajo y de la riqueza que provee, la propuesta de un nuevo catálogo de virtudes públicas frente a las que se consideraban como cardinales durante la colonia y después de la guerra, el papel de la Iglesia y de los miembros del ejército en una colectividad productiva, la publicidad en torno a nuevas profesiones, la valoración de las artes y los oficios y la sugerencia de la lectura de obras producidas por autores recientes que parecían distanciados de los ilustrados del siglo XVIII. Del debate nace la república liberal de 1830, capaz de evidenciar que las ideas no permanecen en el aire porque se concretan en conductas apenas abocetadas en la víspera, retadoras ante el tradicionalismo, creadoras de pensamientos jamás imaginados sobre el bien común, tanto por su cantidad como por su profundidad. El adiós de la república aérea, el testimonio de la república establecida en parcela acogedora en cuyo seno se afirman los valores esbozados en 1810 debido a que el entorno obliga ahora a su metamorfosis. Las piezas capitales del republicanismo venezolano se encumbran entonces, el pensamiento más rico en propuestas, un desfile de polémicas ejemplares, la muestra de una virtud nacional y cosmopolita hasta escalas de ostentación, la introducción de leyes innovadoras y del pensamiento sobre la obligación de respetarlas, la pulcritud en el manejo del erario, la idea de eliminar los espacios estamentales que aún permanecían, la detracción del cesarismo en la imprenta y en la calle.  

Es tan indiscutible su trascendencia que será el espejo en el que quieren mirarse los líderes descontentos después de la Guerra Federal, la inspiración de Juan Crisóstomo Falcón para la promulgación de su histórico Decreto de Garantías, cumbre del ideario liberal; espina en la cabeza de Guzmán Blanco, como lo fue antes en la de los hermanos Monagas, modelo en la sensibilidad de los políticos penetrantes del siglo XX que fueron Rómulo Betancourt y Rafael Caldera. La nómina de los creadores venezolanos de república y de republicanismo en esa época no se puede presentar ahora, desde luego, pero los políticos de nuestros días que la averigüen toparán con un trabajoso lance si la persiguen sin método. Para hacerles fáciles las cosas los remito a un acercamiento inicial que quizá  los abrumará al principio por falta de costumbre, o porque conspira contra su doncellez, pero que los puede sacar de la superficie de sus conductas. En 1895, un grupo de autores editó en Caracas el Primer libro venezolano de literatura, ciencias y bellas artes, enciclopedia hecha en casa que da cuenta de las obras de los ciudadanos preocupados por su patria que convenía mantener en la memoria. Allí están los ensayistas, los codificadores, los legisladores, los educadores laicos y religiosos, los congresistas, los oradores, los poetas, los naturalistas, los científicos, los geógrafos, los exploradores de caminos y los pintores en cuyas obras queda el testimonio de un republicanismo que dio cobijo a la libertad y a la democracia cuando se entendían de manera diversa para que se apreciaran de otra forma en el futuro. No están los que se les opusieron, es decir los promotores, los cómplices y los entusiastas de la anti república que conviene tener presentes porque se las han arreglado para llegar hasta nuestros días, por acción y por omisión de la sociedad y de sus vanguardias, pero se pueden localizar por el hecho de su ausencia en un volumen dedicado a atesorar cualidades cívicas.

Como hablamos de la actualidad desde la universidad, y como la reunión ha contado con el auspicio del Instituto de Investigaciones Históricas Hermann González Oropeza s.j., me pareció prudente, pero también como profe que soy, llamar la atención sobre la miopía que apenas permite descubrir la fachada de un problema pensando que con su retoque se superan las angustias de quienes lo sufren y colorín colorado. Ha tomado cuerpo la idea fundamentada de que el destino de Venezuela depende hoy, en sustancial medida, de un conglomerado de jóvenes a quienes clasificamos como Generación de 2007 porque irrumpieron o se dieron a conocer juntos en esa fecha a través de actividades dignas de memoria y capaces de crear prestigios incuestionables. Que de la savia de la juventud dependa la vitalidad de un cuerpo social sobran pruebas en sentido genérico, y de que así haya sucedido en nuestra historia las certezas son abundantes. En el caso de ellos, buena parte formados en este campus, genera entusiasmo el que, debido a razones cronológicas, a que nacieron en buena hora, a que no tuvieron ocasión de relacionarse directamente con las sombras de las postrimerías de la democracia representativa susceptibles de fomentar y multiplicar la oscuridad del chavismo, puedan ser la materia adecuada para fertilizar la parcela política. No habían nacido, o apenas se levantaban de la cuna cuando la convivencia creada en la segunda mitad del siglo XX se iba en picada. En tal sentido se puede decir que no tienen historia, según se utiliza la afirmación para machacar la inexistencia de antecedentes turbios en las figuras que se presentan a la consideración de la sociedad.

Pero el hecho de que no tengan historia no les permite ignorar la que hicieron sus antepasados. Tienen la obligación de saber, con necesaria propiedad, que los asuntos que los mueven y conmueven no son hechuras del presente, sino fragmentos de una evolución realizada en medio de sacrificios admirables, de tratos arduos, de cárcel y tormento, de sangre derramada, de vaivenes que no han tenido cabida en sus horas de soledad, ni en sus discursos de flamante factura ni en los documentos que publican. Tampoco quizá en las reflexiones de sus reuniones privadas. No parecen llamados a producir el asombro que anhelaba Clemenceau para Francia en una espectacular misiva de 1898. En suma, pueden ser demócratas y probablemente libertadores, pero republicanos conscientes jamás.